domingo, 26 de octubre de 2008

La gran culpa

Siempre me trastornó el tema de la culpa en la religión. No es algo de ahora, no es que crecí, me volví más apática y empecé a planteármelo. No. Recuerdo como si fuera ayer la tarde en que volvía caminando del colegio a mi casa y aún me latían atolondradas las palabras de la señorita de Catequesis en la cabeza, “se lo tienen que saber perfecto porque sino, no van a poder decírselo al sacerdote la semana que viene”.
Hacía calor, mucho. Me acuerdo que el delantal celeste se me pegaba en la espalda y solamente quería llegar a casa y sentir el olor a leche chocolatada fresquita de mi mamá. Aún la huelo muchas veces cuando vuelvo de trabajar pero, no sé porqué, jamás es del todo igual. Ahí estaba yo, con mis ocho años encima, preocupadísima por la lección que me permitiría tener el perdón de Dios: la semana siguiente hacíamos la primera Confesión (por primera vez iba a contarle a un cura mis pecados) y estaba nerviosa.

Pero como siempre, ahí estaba ella. Estoica, firme, alegre y dispuesta. Mi vieja. Me limpié los bigotes marrones que me había dejado el Nesquik y saqué de la mochila el cuaderno de Religión. El elástico rosa que hacía de separador señalaba las dos oraciones que tenía que memorizar, para no olvidar jamás. El Pésame y el Yo Confieso.
Y ahí íbamos…. “Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión… por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…”. En la parte de “por mi culpa” tenía que golpearme el pecho, me enseñaba mi mamá.

Yo, a esa altura, todavía no lograba entender qué había hecho para tener que pedir tantos perdones al Papá del cielo. Asique me dije… vamos por la segunda. Y otra vez… “…Pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí… Antes quisiera haber muerto que haberte ofendido y propongo firmemente no pecar más y evitar todas las ocasiones próximas de pecado, Amén”. Fue demasiado. Le dije a mi mamá que me sentía falsa. Abrió los ojos, frunció el ceño y me preguntó por qué. Porque no prefiero morirme antes de haberte contestado mal o de haber envidiado a una amiga o de haber sido desobediente, le respondí (no recuerdo otro pecado a mis ocho años). Mi vieja solo pudo reírse y me explicó que no había que tomar las oraciones al pie de la letra. Algo así. Igual, cuando el miércoles siguiente me arrodillé quietita y pálida frente al cura de Santo Domingo que tenía mucho pelo en la cabeza y pocas sonrisas en la cara y recité a rajatabla el Yo Confieso, me sentí una mentirosa. Después, mientras él ponía su mano sobre mi cabeza y me absolvía de mis tremendas fallas infantiles tuve que volver a mentir con el Pésame. Me delegó la tarea de rezar no sé cuántos Padre Nuestros y Ave Marías como “penitencia” por haber sido un poco mala hija, un poco mala amiga, un poco egoísta y un poco mentirosa, supongo.

No recuerdo la última vez que le conté mis pecados a un sacerdote. Tampoco sé si lo volvería a hacer. La verdad, no creo… hoy, que tengo tantísimas más falencias que a los ocho años, me reconforta empezar y terminar mis días con una linda charla con Dios, con relatos del alma y agradecimientos eternos que muy poco se parecen al Yo Confieso. Más bien, son palabras sueltas que salen del corazón y mediante las que intento (no siempre con los mejores resultados) alimentar mi espíritu para ser mejor gente. ¿Culpa? En absoluto.

miércoles, 22 de octubre de 2008

La porteña y mi pueblito

Hace un par de meses, cuando estaba en Buenos Aires haciendo dos cursos de redacción en la Fundación Perfil, me encontré con una porteña de esas que yo pensaba que no existían en realidad, que solamente eran parte del imaginario provinciano y prejuicioso del que yo formaba parte.
Afuera, el vapor se levantaba denso del pavimento después de una lluvia tímida que había llegado tras varias semanas insoportables (casi, casi como las tucumanas) y salí del aula para fumar un cigarrillo esperadísimo después del café de media mañana. En eso estaba, sola, pensando en los míos, en la panza de mi hermana y en mi futuro ahijado, en los besos de mi vieja al llegar a casa, en la soledad y el gusto que sentía en esa enorme ciudad y en las ganas de volar al mismo tiempo hacia mi casita de Sarmiento y Laprida cuando ella se me acercó.
Ya, desde el vamos, no me había caído muy bien. Levantaba la mano cada milésima de segundo para preguntarle cosas al profesor; en cada acotación repetía la palabra “tipo” unas tres veces, “nada” otras cuantas y encima de eso, para rematar su modo chocante de expresarse, mezclaba el castellano con el inglés. Por eso disfruté tanto cuando Néstor Barreiro (el periodista que dictaba el curso) le suplicó (con tono de pocos amigos) que hablara con propiedad. “No digas feed back si estás hablando de procesos de comunicación. Estamos en Argentina y acá hablamos español”. Maravilloso. Me llené de gozo y fui feliz, solamente porque aquella especie de reto alimentaba mi maldad e intolerancia hacia la porteña de pelo largo, pantalones cortos y boca carnosa.
Y ahí llegaba. “¿Vos escrihíste (escribiste) el artículo de Purmamarca? ¡Porque está re hueno (bueno)… dihíno(divino)!”, me declaró la joven estudiante de Periodismo que parecía masticar una papa gigante constantemente. Agradecí con una sonrisa educada, con una mezcla de cinismo y de culpa por haber disfrutado de su mal rato con Barreiro. No suele pasarme muy seguido pero ese día, justo ese, no tenía ganas de hablar con nadie. La porteña de pelo largo, en cambio, estaba ansiosa por conocer gente y si era del interior, mucho mejor. Fue en el instante en que aplasté la colilla de mi cigarrillo con la suela de mi ojota de goma cuando, en un intento por ser amigable, Verónica, (creo que se llamaba así) mientras se ataba el pelo en un rodete voluminoso, disparó: “Que divertida debe ser la vida en Tucumán… tranquilidad, poca gente… yo sueño con vivir en un pueblito así, ‘tipo’ desolado como Tucumán”. No sabía si contestarle, explicarle o irme y no perder tiempo. Así que opté por sonreírle y asentir con la cabeza. Entré de nuevo al curso, me senté y volví a ser feliz (de pura maldad, otra vez). El profesor le criticó hasta la última coma de su artículo sobre Purmamarca, “que nunca se puede empezar así un reportaje, que esto es un lugar común, que había que guiarse más de las fotos que les dí para describir el lugar y atraer al lector, que Purmamarca no es así…”. Y un par de detallecitos más. Quizá la porteña de pelo largo creyó que Purmamarca era una isla del Caribe o una playa de Brasil, quién sabe…

La escucha

Lo escuché sin querer. Estaba en la panadería esperando que me entregaran las tortillas para complementar el asadito del medio día del domingo y dos chicas hablaban entre risas. Habrán tenido, supongo, unos 14 o 15 años. No más. Mientras, yo hacía un rollito con el número 16 que me había entregado la empleada de Casapan y trataba de matar el tiempo analizando la forma de las medialunas, preguntándome por qué el vidrio de la heladera que conserva las tortas estaría tan sucio y deduciendo si la crema de las bombas sería de pastelera o chantilly (sí, cosas que uno suele hacer cuando espera y que no construyen nada, sólo hacen pasar los minutos vacíos). Y ahí seguían ellas, dos niñas vestidas con pantalones idénticos y remeras sueltas; con los ojos delineados con un negro triste y duro y flequillos gordos que tapaban la mitad de sus caras infantiles (o adultas).
Una risotada me llamó la atención. Habré estado a unos dos metros de distancia. Entonces, la curiosidad me hizo desviar la atención de la crema y el vidrio para escuchar el motivo de la risa de las chicas.

- Pero yo estaba muy borracha! (risas)
- Sí, el también. ¿Pero pasó o no pasó? (más risas)
- Pasó, pasó... (risas y más risas)

No pude evitar deslizar una sonrisa. Me remonté a mis 14 y me encontré rodeada de mis compañeras de colegio, debatiendo en un recreo caluroso a quiénes invitaríamos a la tan esperada fiesta de gala del Jockey. Por aquellos años hablábamos de si bailaríamos o no “lento” con el posible candidato, de cuánto lo dejaríamos acercarse a nosotras y de cuál sería nuestra reacción ante una “apretada” fuera de lugar. Volví a sonreír al recordar nuestra inocencia un tanto absurda y las miles de charlas que tuvimos de los 16 en adelante para contar los detalles del primer beso (con los noviecitos, lógicamente). Y pensé en cómo las cosas cambiaron en tan pocos años y en cómo los besos dejaron de estar relacionados con el amor o el cariño y pasaron a ser un trámite, una diversión, un momento... no juzgué a las niñas-grandes en absoluto, solamente me sorprendió la diferencia.
Claro que la charla no terminó ahí. La empleada de Casapan iba por el número 11 asique aún quedaban cinco pedidos que me permitirían seguir alimentando mi curiosidad. Mientras una mujer decidía si quería medialunas o facturas, yo atendía. Atendía para entender.

- Fuiste a su casa?
- No, estaban los “viejos”
- Y????
- Fuimos ahí... al del aeropuerto (más y más risas)

El del aeropuerto es un hotel. Se llama Amadeus. Por un segundo entendí a mi mamá cuando se vuelve loca tratando de entender a la que ella llama la “juventud perdida”, un adjetivo del que siempre me río y la trato de vieja anticuada. Pero esta vez, la entendí. Entre mi inocencia y mi sorpresa, volví de nuevo a las mañanas de delantales y corbatas. Yo no sé si este nuevo estilo de vida de la mayoría de los chicos y chicas está bien o mal, si es lo mejor para ellos o no. Pero, definitivamente, me quedo con la aceleración de los latidos del corazón ante el roce tímido de una mano de hombre o con las noches que pasábamos desveladas repasando mil veces cómo había sido “ese momento” o con la espera eterna del beso soñado con el primer novio... los tiempos cambiaron ¿no? Y valga el lugar común.

sábado, 18 de octubre de 2008

Lágrimas de tía


Lloré la vez que lo ví disfrazado de ratón. Esa tarde que entró al escenario del Alberdi dando pasos cortitos pero firmes. Con la nariz pintada de negro y unos bigotes que resaltaban aún más la palidez de su cara, actuó por primera vez, sin lágrimas. Las lágrimas eran mías. Lloré y pensé que era por ser el primer acto de mi primer sobrino. Entonces llegó el segundo. Esta vez era mago, entraba y se paraba en una tarima que lo dejaba frente a un público asombrado porque él con un toque de varita volvía azul el agua de una botella. Aplausos. Y mis lágrimas, de nuevo. Y así llegó el tercero, ya sin disfraz, como un grande, con pantalón corto blanco y una remera roja. Sin varita ni bigotes, solamente corría por el patio del colegio junto a sus compañeros. Cada pasada era un saludo y una sonrisa hacia la tribuna. Ahí estaba yo, y mis lágrimas, claro.
Estoy esperando el cuarto acto que seguramente será en diciembre. Todo un adulto ya de primer grado. Pero como un presagio, ayer mi estúpida sensibilidad de tía babosa me volvió a ganar.
Feria de Ciencias Naturales. Nada emotivo. Un par de afiches colgados que muestran animales pintados, algunos más prolijos que otros, y un cartel poco original que anuncia el acontecimiento. Una sala llena de padres y un escenario viejo. Silencio. Lo busco y no lo encuentro. Pero ahí está, con su delantal gris y las manos adentro de los bolsillos. Llega su turno y yo estoy firme, sentada con las manos juntas, más nerviosa que él y recitando para mis adentros el verso que estuvimos repitiendo durante los últimos cuatro días. Tengo los ojos secos y me digo “por fin, esta vez me voy a comportar como una chica de 25 años a quien hicieron tía hace siete”. Y pasa al frente con los mismos pasitos de ratón, pero más seguro. Toma el micrófono con su mano derecha y empieza: “En cuanto a la alimentación de las mascotas ¡atención y cuidado! hay alimentos que no debemos darles: 1)huesos: se les pueden quedar atragantados en la boca o en la traquea y es peligroso”. Suficiente. Como una idiota -y al divino botón- voy moviendo los labios al mismo tiempo que él como para hacerlo acordar de lo que estudiamos. Mientras tanto, me chupo las lágrimas saladas que ya salieron sin permiso.
Quizá para el quinto esté un poco mejor y logre contener la emoción que me genera verlo crecer, armar ideas, ser más grande. Todavía me quedan los primeros actos de mis otros tres sobrinos y de los que vendrán… De mis futuros hijos, si Dios me los da, ni hablar. Me pregunto si hasta entonces se me secarán los ojos por fin y podré canalizar toda esa maroma de sentimientos de amor de otro modo. Tal vez sí… Y sino, qué importa.

Porque es Saramago


Después de un día mediocre en lo laboral, movido en lo afectivo y gris en lo familiar y de que mis amigas decidieran no salir y mi novio se fuera a un asado a jugar al póker entre interminables vasos de fernet, me saqué la mala onda con una ducha eterna y perfecta. Salí renovada, cargada de buen humor y feliz de que la salida se haya cancelado y de que la gente afuera siguiera embriagándose sólo por ser viernes. Me empapé el cuello con colonia de bebé, tiré un par de gotitas sobre mi almohada (siempre lo hago, me hace dormir mejor) y devoré las últimas quince páginas de mi libro.
El Evangelio según Jesucristo, de Saramago. Me lo regaló una gran amiga hace un par de años y lo tenía todavía virgen en mi biblioteca. Por A o por B, siempre lo dejaba para otro momento y empezaba alguna novela de otro autor. La razón era simple: estaba segura de que sería igual a Las intermitencias de la muerte, del mismo escritor, que aunque me encantó, consiguió ponerme bastante nerviosa por el modo en el que está escrito. Así que terminé Cometas en el cielo (una ternura de libro) y decidí arrancar El Evangelio, dispuesta a encontrarme con eso. Con la falta de puntos y aparte. Con la falta de guiones. Con la falta de espacios. Con la falta de aire. No me equivoqué…

“… Todos estos tendrán que morir por ti, Si planteas la cuestión en esos términos, sí, todos morirán por mí, Y después, Después, hijo mío, ya te he dicho, será una historia interminable de hierro y sangre, de fuego y de cenizas, un mar infinito de sufrimiento y lágrimas, Cuenta, quiero saberlo todo…” (fragmento del libro en el que Jesús se encuentra con Dios en el mar)

Al principio es más irritante. Pero uno se acostumbra con el paso de las páginas por lo maravillosa que es la historia. Aunque insisto: sería más llevadero si el genial Saramago nos diera una manito con tan sólo un par de guiones, puntos y signos de pregunta. Nada más que eso. Pensando y repensando como una simple lectora joven, sólo llegué a la conclusión de que escribe así porque es Saramago, porque puede y le sale bien. O quizá quiere complicarnos un poco la lectura veloz y ágil. Con o sin líneas de diálogo, con o sin signos, con o sin puntos, el libro vale la pena y se los recomiendo.