jueves, 20 de noviembre de 2008

¡Bendito plástico!


Lunes de verano. Una de la tarde. Mi cuerpo hace lo posible por andar bajo un sol insoportable que no da tregua desde hace una semana. Se me parte la cabeza y no soporto el agüita que me cae por la espalda y me humedece la musculosa de algodón mientras transito la querida y detestada 25 de Mayo. ¿Mal humor? Un poco. A media cuadra la diviso. Es de esas personas que no son amigas pero tampoco desconocidas; digamos que es de las que tenés que pararte a saludar sí o sí, por más que el sol de medio día te implore que te hagas la distraída. Pienso en agarrar el celular y hacerme la de charlar para poder saludarla con la mano y seguir mi camino, pero me arrepiento por miedo a que sea evidente.

Ya está. La tengo en frente con su nuevo look: estrena extensiones larguísimas en el pelo, reflejos recién hechos y “lolas” (como ella misma me contará dentro de unos segundos). ¿Qué es de tu vida? ¿El laburo? ¿El novio? ¿Tu flia? Intercambiamos las típicas preguntas y respuestas que hacen a esa especie de no amistad que me une con mi conocida. ¿Me ves distinta?, me indaga. Sí, respondo casi sin pensar. Me relata, entonces, con lujo de detalles, que se acaba de operar las “lolas” y que fue rapidísimo, y que divino el médico y que un postoperatorio espectacular y que ahora las tiene medio duras pero ya se le van a ablandar y que bla, bla, bla. Los rayos de mi enemigo se me clavan en la nuca y solamente quiero llegar a casa y prender el aire, pero mi conocida sigue dándome detalles de su reciente intervención que poco me interesa.

En fin, la morocha pechocha no está conforme y me cuenta que va a esperar unos meses y se va a hacer un nuevo implante. Aha, contesto mientras le miro las nuevas lolas que me parecen simplemente gigantes y pienso en que dentro de unos días serán más gigantes aún y que dentro de unos meses o años las pequeñísimas arrugas que se le forman debajo de los ojos desaparecerán de un solo pinchazo.

Con un esfuerzo sobrehumano vuelvo al hilo y la charla se desvía hacia el amor otra vez. Le digo que bien, que gracias a Dios las cosas marchan muy bien con el novio eterno (eteeerno, como me dice ella). Me sonríe y lanza la pregunta, la de siempre, la que hacen todos. Y vos Luli, ¿para cuándo? ¡Pero ché… todos quieren casarme! No, no, todavía no, disparo inocente. ¡No te hablo de casorio! ¿Cuándo te operás? ¡Te quedaría bárrrrrrbaro!, me dice como quien habla de algo trascendente, vital, relevante. Dudo un segundo entre explicarle mis argumentos o no. Decido que no vale la pena y solamente respondo un “jamás” seco y frío.

Quiero mi Migral Compuesto que todo lo cura asique despido a mi conocida con un beso en la mejilla y el tradicional “chau querida… cuidate, que andes bien”. Vuelvo a casa con el mismo mal humor aunque de vez en cuando se me escapa una carcajada al recordar la estupidez crónica de mi conocida. Opérese usted, mujer, sea feliz… llene ese vacío estético que le falta con el bisturí y el bendito plástico del nuevo siglo pero ¡por favor! No crea que todas soñamos con lo mismo. Algunas, se lo juro, somos felices con las reales, las chiquitas e insignificantes, las que nos demuestran que la naturaleza no es perfecta pero aún así, es hermosa, siempre.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Sus ojos


Sus ojos. Como castañas o almendras o una mezcla de las dos. Se clavan en mi ventanilla. Parecen tristes. Abro la puerta del auto y se vuelven más achinaditos por la sonrisa que se esfuerza por regalar. ¿Se lo cuido, señor? Sí, claro y devolvemos la sonrisa, de pena, de ternura, de insatisfacción, de bronca y de impotencia. Se sienta en el cordón que separa el lujoso bar de la calle de asfalto mojada por los baldazos de agua que limpian los autos. Un tostado mixto, tres empanadas de queso y una cerveza. La tibieza de tu compañía después de un día eterno, tus manos que calman cualquier miedo… y sus ojos. Allá, me siguen y se achinan, una y otra vez al mirarme. Comemos, reímos, charlamos. Me señala que ya es hora con su dedito minúsculo golpeando la muñeca opuesta. Lo llamo y viene, con sus ojos más achinados que nunca. Le pagamos con dos pesos y se queda quietito, a la espera. Vive en el barrio Antena y se vuelve en bici, solo. Son las 12 de la noche. Pienso en mi cama, en mi aire acondicionado y en mis sábanas recién cambiadas y no puedo evitar sentir culpa. De quién, no lo sé. Quién dijo que yo naciera acá y el allá… qué mago tan injusto me pintó la vida de comodidades y a él se la llenó de carencias. No lo sé. Pero son instantes. De nudos, de penas, de utopías, de soluciones y broncas. Después pasa…me vuelvo a mi barrio y me olvido del Antena, de la expresión de su cara y de sus ojitos achinados. En realidad no me olvido sino que lo dejo ahí, latente, en ese espacio que la mente comparte con el alma. Pero sólo pienso en lo que podría hacer. Si lo llevara, si pudiera, si lo ayudara de alguna forma… un sin fin de potenciales que quedan en eso. Y vuelvo a mis sábanas limpitas a soñar. Y vuelvo a quejarme de lleno mientras sus ojos siguen achinándose en el mismo asfalto que me miró esa noche. Yo volví a casa; él, a la suya. No me olvido más de sus ojos… Palabras, culpas, siempre los demás y yo, nada.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Mi anormal fobia al avión (primera parte)

Admiro la gente que disfruta un vuelo, que dice “qué lindo, por fin me subo a un avión después de tanto tiempo”. A mí, me revuelve el estómago, me da escalofríos, me inunda de terror. Y me repiten sin cesar que es más seguro, que la mayoría de los accidentes se da por vía terrestre, que es más fácil que un ladrillo te rompa la cabeza en la calle a que un avión se caiga, que si te morís encima de un avión ni cuenta te das porque te agarra un paro cardíaco… y etcétera. No. No me importa. Creí que subiéndome lo iba a superar. Tampoco. Blanca como un papel, con unas ganas infinitas de vomitar y escaparme antes del despegue, me entregué ayer a las manos del piloto Pascual que nos llevó a Buenos Aires en una hora y media. Con voz amigable, nos tranquilizaba. “Señores pasajeros, les habla el comandante Pascual, estamos volando a 14 mil metros de altura, a una velocidad de 750 kilómetros por hora. El clima es favorable y si las condiciones siguen así, a las 10.00 aterrizaremos en Aeroparque”. ¡Maravilloso! ¡sólo 14 mil metros! ¡Clima favorable! ¿Si las condiciones siguen así? ¡Ay, Dios, y si cambian, qué pasa! Hay gente que duerme y yo me pregunto cómo lo logra.
Me duele la panza y recuerdo con amor las contracturas que me genera el ómnibus después de 13 horas de viaje hacia la Capital. Y sí. Prefiero la inseguridad del tambaleo en los bondis vetustos de dos pisos a la supuesta seguridad de estas máquinas maravillosas que me dan impotencia y me hacen sentir más vulnerable que nunca.
Intento charlar pero me doy cuenta de que ni siquiera puedo prestar atención a lo que me hablan. Tomo coraje y miro por la ventanilla. El río de la Plata me saluda a pocos metros bajo un cielo impecable y creo que empiezo a recuperar los colores en mi cara. Ahí vamos. Tomo aire por enésima vez y la dulce vocecita de una de las azafatas de Pascual indica que ajustemos los cinturones porque estamos por aterrizar. Siento los latidos de mi corazón en la garganta y cierro los ojos.
Ya está. Las ruedas del avión sobre la pista y soy feliz. Amo el asfalto, amo el auto de mi viejo, amo la bici de Miramar y los colectivos sin controles. ¡Los amo! porque son inseguros, sí, pero pisan fuerte sobre la tierrita que me encanta. Y desde ayer, odio las nubes, el azul del cielo y las ciudades hermosas vistas desde arriba.


Mi anormal fobia al avión
(segunda parte)
Terminó la Feria Internacional de Turismo y eso significa que no hay escapatoria: tengo que volver a subirme al avión. El chofer de una combi nos lleva hasta el aeropuerto, acelera demasiado y se liga varios bocinazos intolerantes de conductores que tienen razón. Pero yo me siento bien y pienso en lo lindo que sería que este tal Cacho mal conductor siguiera viaje y nos dejara en Tucumán. Pero razono y me avergüenzo de lo idiota que puedo llegar a ser. Ya está, dos horitas nomás, el vuelo de ida fue tranquilo (eso dicen) y este va a ser igual. Check –in, embarque y allá vamos otra vez. Se me retuercen las tripas, intento pensar en otra cosa y sólo siento el ruido detestable de las turbinas y el aire que me golpea torpe la cara mientras camino por la manga hacia mi amigo el avión. Me doy cuenta que odio hasta su forma, la punta como un cohete, el blanco pálido de su estructura, las inscripciones de su marca, el tamaño de sus alas, lo angosto del pasillo y el color gris triste de sus asientos. Hasta le veo cara, lo juro. Y es cara de malo, de muy malo y poderoso.
20-D. Ese es el número que me dio con una sonrisa de oreja a oreja la empleada de la línea aérea. Ahí me siento, quietita y con el cinturón abrochado mucho antes que den la orden de hacerlo. Agarro la revista que ya había ojeado a la mañana y vuelvo a mirarla pero sin verla; vuelvo a leerla pero sin comprenderla. Asique la cierro y espero. Mi amiga me da charla, se ríe, es feliz. Trato de disimular mi angustia pero poco me dura la careta. El despegue me delata y vuelvo a ponerme blanca como un palmito. Ya está, pasó, estamos arriba. Supero los mareos y arranco una entretenida conversación con mi amiga del alma, que en vez de miedo parece sentir amor por el vértigo. En eso estamos cuando me sacude una tierna turbulencia. Ya pasa, ya pasa, me repiten. Pero no pasa.
Miro a las azafatas charlar con el comandante y una de ellas agarra el teléfono de la cabina. “El comandante en jefe les solicita que ajusten sus cinturones de seguridad porque estamos atravesando una zona de turbulencias”. Así, sin más. Cierro los ojos de nuevo y mi amiga me apantalla con la revista que nunca pude leer. Mi cuerpo se mueve al ritmo de las turbulencias y los pocitos de aire me hacen sentir bien cerquita de la muerte. Extraño a Pascual, que me había dicho que el clima era favorable. Este piloto no me habla, ni siquiera me cuenta a qué velocidad vamos ni a cuántos metros de altura estamos. Los pasajeros se miran y aunque no todos portan mi palidez, sé que tienen miedo.
Unos 25 minutos y listo. El avión asciende más y está quieto. Ya pasó. Me quedo muda hasta que empieza el descenso a Tucumán. Veo las luces de los relámpagos por las ventanillas y pido una bolsita para vomitar, aunque no lo consigo. Por fin, logro divisar las luces de Tucson cercanas y mi amigo el avión aterriza torpemente en la pista del aeropuerto Benjamín Matienzo. Estoy histérica, agarro mi bolso y me levanto. Atravieso el pasillo angosto y el piloto me sonríe y me dice “Gracias por elegirnos”. Sin pensarlo, retruco “Gracias a usted, comandante, por haberme hecho pasar el peor día de mis 25 añitos”. Se ríe. “Pero flaca, lo hicimos muy bien”. Bajo las escaleras y piso mi tierra con las piernas temblorosas. ¿Qué significará hacerlo muy mal? Ya no me importa. Odio los aviones y si tengo que subirme alguna otra vez por obligación, que sea con Pascual…