Siempre me trastornó el tema de la culpa en la religión. No es algo de ahora, no es que crecí, me volví más apática y empecé a planteármelo. No. Recuerdo como si fuera ayer la tarde en que volvía caminando del colegio a mi casa y aún me latían atolondradas las palabras de la señorita de Catequesis en la cabeza, “se lo tienen que saber perfecto porque sino, no van a poder decírselo al sacerdote la semana que viene”.
Hacía calor, mucho. Me acuerdo que el delantal celeste se me pegaba en la espalda y solamente quería llegar a casa y sentir el olor a leche chocolatada fresquita de mi mamá. Aún la huelo muchas veces cuando vuelvo de trabajar pero, no sé porqué, jamás es del todo igual. Ahí estaba yo, con mis ocho años encima, preocupadísima por la lección que me permitiría tener el perdón de Dios: la semana siguiente hacíamos la primera Confesión (por primera vez iba a contarle a un cura mis pecados) y estaba nerviosa.
Pero como siempre, ahí estaba ella. Estoica, firme, alegre y dispuesta. Mi vieja. Me limpié los bigotes marrones que me había dejado el Nesquik y saqué de la mochila el cuaderno de Religión. El elástico rosa que hacía de separador señalaba las dos oraciones que tenía que memorizar, para no olvidar jamás. El Pésame y el Yo Confieso.
Y ahí íbamos…. “Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión… por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…”. En la parte de “por mi culpa” tenía que golpearme el pecho, me enseñaba mi mamá.
Yo, a esa altura, todavía no lograba entender qué había hecho para tener que pedir tantos perdones al Papá del cielo. Asique me dije… vamos por la segunda. Y otra vez… “…Pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí… Antes quisiera haber muerto que haberte ofendido y propongo firmemente no pecar más y evitar todas las ocasiones próximas de pecado, Amén”. Fue demasiado. Le dije a mi mamá que me sentía falsa. Abrió los ojos, frunció el ceño y me preguntó por qué. Porque no prefiero morirme antes de haberte contestado mal o de haber envidiado a una amiga o de haber sido desobediente, le respondí (no recuerdo otro pecado a mis ocho años). Mi vieja solo pudo reírse y me explicó que no había que tomar las oraciones al pie de la letra. Algo así. Igual, cuando el miércoles siguiente me arrodillé quietita y pálida frente al cura de Santo Domingo que tenía mucho pelo en la cabeza y pocas sonrisas en la cara y recité a rajatabla el Yo Confieso, me sentí una mentirosa. Después, mientras él ponía su mano sobre mi cabeza y me absolvía de mis tremendas fallas infantiles tuve que volver a mentir con el Pésame. Me delegó la tarea de rezar no sé cuántos Padre Nuestros y Ave Marías como “penitencia” por haber sido un poco mala hija, un poco mala amiga, un poco egoísta y un poco mentirosa, supongo.
No recuerdo la última vez que le conté mis pecados a un sacerdote. Tampoco sé si lo volvería a hacer. La verdad, no creo… hoy, que tengo tantísimas más falencias que a los ocho años, me reconforta empezar y terminar mis días con una linda charla con Dios, con relatos del alma y agradecimientos eternos que muy poco se parecen al Yo Confieso. Más bien, son palabras sueltas que salen del corazón y mediante las que intento (no siempre con los mejores resultados) alimentar mi espíritu para ser mejor gente. ¿Culpa? En absoluto.
Hace 7 años