martes, 30 de diciembre de 2008

Asaltada y enojada

Así nomás. En un segundo. Listo. Pasé de las carcajadas de un viernes de farra al golpe en las baldosas inmundas. Y sus risas que se diluían mientras la moto se alejaba y con ella mi billetera, mi celular, mis fotitos de la gente que amo, mi plata (poca pero muy mía) y mi bolsito con maquillaje. Así nomás. “Amiga, amiga”, sentí que me gritaba desde atrás una voz odiosa, lenta, con olor a maldad, a cerveza y a drogas. No tuve ni tiempo de darme vuelta para verles la cara.

Un par de cortes minuciosos y estudiados con alguna navaja prestada (no, robada mejor) y punto. Una de las tiras de mi cartera se desprendió (gracias a Dios) asique me quedé mudita en el piso, después de que me arrastraron durante algunos segundos. Atiné a mirarme el cuerpo: un par de raspones en el codo derecho, otros en la muñeca izquierda, uno más en el tobillo y un dolor insoportable en la parte baja de la espalda. Me levanté como pude con la ayuda de las dos amigas que me acompañaban esa noche y me largué a llorar como una bebé. No por mi platita ni por mi rimel nuevo ni por mis llaves ni por mi Nokia de 2004. No. Sino por la bronca, por la impotencia, por el odio de sentirme invadida.

Seguí escuchando sus patéticas risas a lo lejos mientras un policía con cara de dormido se me acercaba masticando chicle. Que si quería que me llevara al hospital, que si quería que me llevara a casa en el patrullero, que si quería hacer la denuncia. Nada de eso. Quería, le dije, que estuviera atento en el momento que vio una enduro andar por la vereda contramano a tan sólo media cuadra de él. Quería caminar con tranquilidad con un grupo de amigas del colegio. Quería por lo menos sentirme protegida en esa cuadra de calle Santa Fe, justito a donde funciona la Policía Federal. Una más de las tantas paradojas de mi Tucson querido…

Frente al Banco Francés quedó mi cartera hecha pedazos. Solita y vacía (aún no comprendo cómo hicieron para dejar el bolso y llevarse todo lo que había adentro en un instante). Y se fueron las sonrisas congeladas de mis sobrinos en mi billetera vieja y los contactos y mensajitos de mis seres queridos en mi celular. La saqué barata, dicen. Seguro, pero necesito gritar bien fuerte ¡qué reverendos hijos de puta por Dios!

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Un Philip 10 por tus besos


Había pasado una hora desde mi vuelta del gimnasio y ya podía prender mi cigarrillo obligado de las 20.00. Pero no encontraba el paquete por ningún lado. Antes de irme lo había dejado en la mesa del comedor en la que había estado haciendo un taller de pintura casero para mis dos sobrinos de 7 y 2 años que quedaron a mi cargo. Estuve triste ayer o enojada o las dos cosas. Busqué en la mesa, en mi cuarto, en el piso, en el patio y nada. El más chico me miraba y sonreía. “¿Los sacaste vos, Mate?”. “Zí”, me respondió el enano sin un dejo de culpa. “¿Y dónde los pusiste? La tía quiere fumar”. Puso las manitos con las palmas hacia arriba y levantó las cejas como para decirme que no sabía o que no se acordaba. Seguí buscando y no aparecieron; al no encontrarlos se me potenciaban las ganas de fumar, obviamente. Quería una seca al menos, una solita… como si el tirar argollitas de humo me hiciera resolver los problemas y olvidarme de todo… Me resigné, lancé un par de puteadas al aire y agarré mi libro para pensar en otra cosa y no hacer que el pobre Mateo se ligue un reto que no iba a ser por los puchos en sí, sino por mi mala onda.

Ahí estaba, sumergida de nuevo en la historia de un supuesto décimo tercer apóstol que la Iglesia sacó del mapa porque revelaba que Jesús no era Dios (una novela buenísima de Michel Benoit) cuando divisé la cabecita blanca de mi sobrino que se asomaba por la puerta de mi cuarto. Corrió y se me tiró encima. Me abrazó fuerte y me mojó el cachete con un beso empapado. “¿Estás enojada? Te amo mucho, Dúdu. No hay que fumar, hace mal. Asique no impoita Dúdu”.

Ya está. Qué me importa no tener trabajo. Qué me importan las diferencias con mi ex jefe. Qué me importa no saber hacia dónde ir… si son estas cosas las que me endulzan el alma, las que me hacen sentir viva, las que me hacen descubrir que la felicidad no está en las pequeñas cosas como suelen decir sino en las enormes de todos los días: en las sonrisas de los míos, en las palabras de amor, en los abrazos, en las risas compartidas, en la inocencia contagiosa. No encontré los cigarrillos, por cierto. Tuve que comprar un nuevo paquete de Philip 10 esta mañana. Mate tiene razón: fumar hace mal. Pero si con cada caja que me esconde voy a ligarme esos mimos, qué impoita, ¿no?