lunes, 30 de noviembre de 2009

Extraño


Extraño tus olas en la orilla, tus carpas blancas y verdes, tu pasillo angosto y tu baño lleno de arena. Extraño el olor a colonia que me pongo cada tarde después del sol de todo el día. Extraño el asador de mi galería, el tablón blanco y viejo y las mollejas que me compra papá cada 16 de enero. Extraño las risas que encierra el patio de piedritas cada noche estrellada. Extraño las gotas frescas y saladas que reciben a mi cumpleaños pero que no me impiden cantar en el karaoke de la peatonal hasta las 6 am. Extraño el olor a churros calentitos que siento mientras pedaleo en mi bici hacia el balneario. Extraño tus árboles parejitos y verdes de la calle 20. Extraño mi libro húmedo en la costa y la sal que me como cuando me humedezco el dedo para pasar de página mientras el viento me pega en la cara. Extraño mi desorden de bikinis, remeritas y shorts en mi cuarto con olor a humedad. Extraño la arena entre mis manos cuando invento castillos y pienso. Extraño el cigarrillo del atardecer con el mate ya lavado pero riquísimo. Y los bizcochitos de grasa de Ervimar. Extraño la 37 de tierra y polvo.
Aunque te esté por abrazar de nuevo en poco más de un mes (si Dios quiere), te extraño, siempre. Y en esta época, más.

domingo, 11 de octubre de 2009

La última de mi enano

La tarea de mi enano del martes 6 de octubre fue escribir un cuento fantástico en la clase de Lengua. Lo transcribo tal cual:

“Había una vez un duende en Salta, un duende negro y feo. Tenía un sombrero negro y vivía en una cueva oscura. Todos los chicos le tenían terror y se escapaban cuando aparecía. El duende se comió un chico y lo vomitó. Ta taaann”.

Literatura pura la de mi enano, ¿eh? Agatha Christie, un poroto.
Sin palabras.

miércoles, 15 de julio de 2009

La prueba de Ser Crunch


Ella tiene una sonrisa de oreja a oreja. Dice que está nerviosa porque tiene una entrevista de trabajo. Le cuenta a su amiga que la ansiedad le causa unas ganas infinitas de comer, pero de algo polenta, algo que la llene. Su amiga tiene la solución. Le ofrece un yogurcito Ser Crunch. Mmmmm… crunchy crunchy, ella lo devora y se come esas pepitas aparentemente deliciosas de chocolate mezcladas con la leche espesa. Entrecierra los ojos y da placer el sólo verla. La situación pertenece a una propaganda de TV.
En fin… aunque detesto los productos dietéticos, hice la prueba sólo para ver cuánta verdad había en esa tanda. Iba caminando hacia el Ente de Turismo y deseé un yogurt. Siempre compro un yogurísimo común, de esos dulces y con los copos azucarados. Pero me dije… a ver, vamos a ver cuánto de real tienen esos ojitos teñidos de placer de la muchacha Ser que dibuja un cero en el aire con su cuchara.
Pagué con 5 pesos, me dieron 2 de vuelto y una cucharita de plástico. Separé los dos potecitos, mezclé el yogurt con los crunchys y empecé a comer la delicia. Primera cucharada. El gusto a edulcorante me llenó la boca. Fui por la segunda. Ahá. Extrañé mi pan con manteca y mermelada de arándanos. A la cuarta, me sentí llena, eso sí. Pero por lo fiera que me resultó la oferta de Ser. No llegué a la quinta. Busqué algún niño pobre en la calle pero no lo encontré. Lo tiré en el tacho de basura.
¡Vaaaaamos! Eso no es un placer… eso no quita el hambre. Eso pone de mal humor. Eso no tiene azúcar. Eso aburre.
Dos horas después llegué a casa. Débil por los nutrientes que me aportaron los crunchys me fui al gimnasio a regañadientes. Una hora más tarde, partí un pan francés al medio, le puse manteca y lo espolvoreé con azúcar. ¡Qué feliz fui! ¡Qué cosa más hermosa es la comida común! Me prometí hacer una campaña para desmitificar a Ser y a su séquito. Y acá estoy. Yo, nunca más voy a hacer la prueba… Y el día que la manteca me saque factura y me agrande el traste, comeré sólo medio pan francés. Pero un Ser, jamás.

sábado, 27 de junio de 2009

Noche de espera, de baños y charlas

Una y media de la mañana. Los vidrios de mi ventana están empañados y como siempre en mi cuarto hacen 5 grados menos que en el resto de la casa. Prendo el caloventor un ratito porque me ahoga. “A mi también me ahoga, Luli”, me confiesa mi enano (el de 8) mientras lee su libro “Exploración al Espacio”. Ya se metió en su cama (al lado de la mía), tiene el pelo aún húmedo por la ducha y entre hoja y hoja me muestra cómo le suenan los dientes cuando se pasa el dedo índice por los dos de adelante (eso quiere decir que están impecables, que se los lavó muy bien). Le digo que sí, que brillan, pero que nos callemos un ratito así cada uno lee lo suyo. Me muero por saber cómo termina Martín en Sobre héroes y tumbas. Me concentro, me tapo hasta el corazón y arranco las últimas cinco páginas de Sábato. Pero mañana llega el papá de mi enano y, yo sé muy bien, eso lo inquieta, lo pone ansioso, le quita el sueño y se le da por la verborragia. Ahí voy: justo en uno de los recuerdos de Alejandra Olmos, la vocecita de mi enano me interrumpe.
- Luli, ¿te parecen ricos los chizitos?
- Sí, amor. Me gustan.
- Ah… no, a mi no. Prefiero las papas y ahora vienen unas que son de forma de palito, que hasta le podés poner ketchup.
- ¿Sí? Mirá vos qué bueno. A mi me gustan las dos cosas
- No… los chizitos a veces son como chicle
- Sí, pero los de mala calidad amor.

Bien. Se calla un ratito y se vuelve a concentrar en la foto de un astronauta pisando la luna. Bosteza. Vuelvo al ruedo, busco el párrafo que había dejado y acomodo mi almohadón para seguir. Ahí vamos…
- Luli, ¿vos vas a misa?
- No amor, no voy
- ¿Por qué no vas?
- (mmmmm) Y… porque me aburre
- ¡Sí! A mí también me re aburre. Capáz que cuando sea más grande me gusta más
- Claro chancho, capaz… si a uno le hace bien tiene que ir

Asiente y deja el libro al costado de la cama. Es el turno de las plastilinas. Mi enano es un artista hecho y derecho. Guarda en su caja roja todo tipo de artesanías que modela con sus manitos diminutas: astronautas, naves, cohetes, planetas, Marios Bros y Pukas. Arma ciudades enteras con masas de colores. Otra vez busco el renglón que había dejado. Martín está teniendo una charla sin desperdicio con un camionero humilde. Pero no puedo enterarme de más detalles.
- Luli, ¿la Virgen se le puede aparecer a cualquier persona?
- (Ay, Dios, las preguntas de mi enano) Dicen que se le apareció a algunos amor, pero no conozco a nadie que le haya pasado
- ¿Y a Bernardita?
- Claro, ¿ves? A ella dicen que sí. Pero yo no sé… no creo que alguna vez se nos aparezca
- Claro… igual no me daría miedo porque es buena. ¿Y el demonio se nos puede aparecer?
- No, amor (ojalá que no ché, pienso). El demonio no. Aparte vos sos un sol, cómo se te va a aparecer el demonio.
- Sí, qué tonto. Es verdad

Resigno la lectura para la siesta del día siguiente. Son más de las dos de la mañana y el cansancio me vence. Cierro a Sábato y le digo a mi chancho que es tardísimo y que es hora de dormir. “Bueno”, me dice convencido. “¿Rezamos?”. Sí amor, por supuesto. Y decimos la misma oración de cada noche que dormimos juntos. “Diosito, te damos gracias por todo lo que tenemos. Te pedimos por… (nombramos a toda la familia, claro) y te pedimos que nos enseñes a ser mejores personas todos los días. Angel de la guarda, dulce compañía, no me desampares… Amén”.
Apago la luz y le doy la mano por debajo de mi colcha. Es nuestro secreto (era) porque así se duerme más fácil. Pero no funciona esa noche. Estoy en ese escalón hermosísimo en el que se viaja hacia el sueño, a punto de dormirme, entre la conciencia y la inconciencia.
- ¿Luli?
- Qué enano… (mi voz ya no es igual que a la 1 y 30)
- No me puedo dormir…
- Tratá, amor. Cerrá los ojos, pensá cosas lindas y te vas a dormir.
- Pero si eso hago y no puedo igual
- Amor, hace poco apagamos la luz. Dormite rápido y así va a llegar más rápido el papá
- Bueno…

Otra vez estoy en el escalón hermosísimo. Le siento la respiración y pienso que ya, ya se duerme.
- ¿Luli?
- Qué
- Me hago caca
- Uh, chancho. ¿seguro? (tía mala con fiaca de llevarlo al baño)
- Segurísimo

A prender la luz, a destaparse, a pisar el piso helado y al baño. No se anima a ir solo. Lo acompaño. Camina con su piyama de ositos y se sienta.
- ¿Ves que era verdad?
- (me río y se me va el sueño). Veo mi amor, veo.
- ¿Cuántas horas faltan para que llegue mi papá?
- (miro el reloj. Son las 2 y 40) Seis horas chancho. Casi nada.
- ¿Y ahora?
- ¡Lo mismo enano! Si me acabás de preguntar
- O sea que ya casi es de día
- No tanto, para eso faltan unas 4 horas
- Cierto, mi papá llega de día

Apago la luz del velador otra vez, le vuelvo a decir que sueñe con los angelitos y cuento las pocas horas que me quedan por dormir antes de irme a trabajar.
- ¿Luli?
- Enano, no es hora de charlar ya, en serio. Tengo que levantarme temprano. ¿Qué pasa?
- Que me gusta conversar
- Mi chiquito… a mí también me encanta. Pero por hoy fue mucho. La seguimos mañana, ¿dale?
- Dale…

Logra dormirse antes que yo. Respira distinto, con esos ronquidos típicos de él que me hacen dar cuenta de que ya puedo soltarle la mano y acomodarme como más me guste. Cierro los ojos tranquila, le doy una última caricia en su cachete suavecito y me duermo. No importa las horas de sueño que me quitó mi enano. Le gusta conversar. Necesita conversar. Muerta de ternura, me entrego a la maravillosa inconciencia de las noches. Sueño que como chizitos con ketchup en un cumpleaños.
En eso estoy cuando el patético sonido de mi celular me anuncia que es hora de partir hacia el estudio. Con un esfuerzo sobrehumano, me paro de la cama con la piel de gallina. Lo alzo dormido para llevarlo al cuarto de mi mamá y me envuelve con sus patas flacas mientras apoya su cabecita en mi hombro.
Me estoy lavando los dientes.
- ¿Luli?
- Qué mi amor. ¡Qué hacés despierto!
- ¿En cuánto llega mi papá? Ya es de día
- En media hora chanchito

Sonríe de esa manera única, con esa sonrisa que no tiene siempre, sólo cuando algo le genera demasiada pero demasiada felicidad y se va descalzo a la cama a dormirse de nuevo. Me perdí el reencuentro, sí, pero viví la previa. Hermosa, como mi enano.

lunes, 15 de junio de 2009

¡Gracias má!


La mujer tiene el pelo platinado, no es rubia sino que sus mechones gruesos y con olor a spray de peluquería cara son casi, casi blancos. Tiene rulitos en las puntas, le caen sobre los hombros desnudos. Sus ojos están muy separados y sus pómulos intentan ser lisos en vano; pobre mujer: parece que está chupando un foco de tanta aguja que le aplicó a sus labios (que alguna vez deben haber sido armónicos). Se ama casi con pasión, se mira al espejo con reverencia y hasta a veces se sonríe entre pasito y pasito. Un, dos, tres… carga más peso sobre sus hombros y mueve sus rulitos al compás del punchi punchi y larga un largo y exhausto -pero placentero- “Uhhhhhh” (no de lamento ¿no? Sino de aliento, de “yo puedo”, de “quiero más cuadraditos en mi panza ya sin pupo”) mientras suda de gozo y alegría.
Entonces agradezco la esencia que me rodea. Alabada sea mi madre que come milanesas con puré y dice que sus arrugas guardan trozos de sus 62 años, que son marcas de su vida y que las ama mucho. Gracias, mamá, por no dejarme ser nunca jamás como la mujer enruladita, con ojos separados y sin pupo.

lunes, 27 de abril de 2009

Mis 15

1) Sentir el ruido de la lluvia afuera y taparme con la colcha hasta el cuello
2) La risa de mis cuatro sobrinos
3) La casi inexistente soledad de mi casa
4) El olor que me deja mi novio cada vez que me abraza
5) Los ataques de risa que me hacen llorar
6) La milanesa con puré y mayonesa (hecha en casa: 3 yemas y muuucho aceite)
7) Los “te quiero mucho” de mis poco expresivas amigas
8) Saber que después del baño me espera un buen libro en mi cama
9) Salir a comer con mis viejos y escucharlos decir “Salud por nuestro amor”
10) Mi fernet helado y mi Philip diez (o 20)
11) El dulce de leche marmolado de Blue Bell (con mucha crema)
12) Las charlas filosóficas de mis sobremesas
13) El beso inesperado cuando mi chico me abraza de la cintura
14) Los agujeritos en los cachetes de mi ahijado cada vez que se tienta
15) Despertar, abrir mi vieja ventana y dar gracias a Dios

Aclaración: a pedido de mi querida amiga Gaby Baigorrí, esos son mis 15. Haciéndolo me di cuenta de que la lista podría ser larguísima; una buena manera de refrescar todo lo que nos hace felices, por más pequeño que sea.

jueves, 2 de abril de 2009

Yo, fascista


Hace unas semanas, me tildaron de “facha”. Fue cuando deslicé mi opinión con respecto al aborto. Dije sólo que estaba en contra. “Esa es la sociedad en la que vivimos hoy y tu comentario “facho” lo demuestra”, me disparó un amigo. ¿Perdón? ¿Facha? ¿Por estar a favor de la vida?

No entiendo a los que se ponen el rótulo de defensores de los derechos ¿humanos? y salen a las calles con pancartas a favor del aborto. No entiendo a quienes se dicen ¿zurdos?, despotrican contra la derecha genocida, bombardean con argumentos de igualdad y libertad y marchan en pos de lo que ellos llaman la ¿libertad? de elección.

Elegir, claro. Decidir si se quiere o no se quiere traer al mundo un bebé, una persona (por más que intenten llamarlo de otro modo). Santa solución, digo yo. Mujeres ignorantes –o no- que tienen relaciones sin protección, una y otra vez. Y una y otra vez los embarazos. Y una y otra vez la pobreza. Y una y otra vez la falta de recursos. Y una y otra vez el hambre y la desnutrición…y así escucho argumentos que van desde “las mujeres tienen pleno derecho sobre su cuerpo” ó “no se puede traer al mundo una criatura sin desearla”. Y etcétera, etcétera.

Entonces ¡Ya sé! Despenalicemos el aborto… y una y otra vez llevemos a nuestras mujeres a los doctores abortistas para que dejen de traer niños carenciados y no queridos al mundo. Listo. ¿Y dónde queda la esperanza, entonces? Yo, pese a tanta mierda derramada por el universo, todavía la tengo. Todavía tengo fe en que un mundo con educación es posible. Todavía creo que la gente es gente y se puede educar. Todavía tengo esperanzas de que el sexo puede y debe ir de la mano de la responsabilidad. Y todavía tengo la certeza de que la vida tiene un valor inmenso, superior, infinito…

Y a mi querido amigo, le aclaro: tanto la derecha extrema como la izquierda extrema me revuelven las tripas. No creo en ninguna de las dos.

martes, 24 de marzo de 2009

El gim: ¿placer o tortura?




Nunca me gustó hacer gimnasia. Correr, caminar, levantar pesas o pedalear y sentir que el corazón se me desarma, que los latidos se desesperan en mi pecho y que los 10 cigarrillos diarios me sacan factura con cada movimiento que me arranca del sedentarismo. Sin embargo, siempre dije que a los 25 iba a empezar a preocuparme y vengo de maravillas. Hace casi un año y medio que hago algo (alguito) tres veces por semana y me siento bien, mejor, más activa y con una pizca más de salud.

De todos modos, durante la hora que dura la clase no soy lo que se dice un ser humano plenamente feliz. Pero cuando salgo sí; me siento renovada y me engaño diciéndome que tanto daño no me debe hacer el pucho o las cervezas de los viernes si mantengo este ritmo gimnasta (a mi manera).

Debe ser por eso que me causó gracia cuando el otro día una compañera se me acercó y me dijo que eso de ir tres veces por semana me iba a durar poquito. “Es un vicio. Vas a ver que después no podés dejar de venir ni un solo día. No vas a querer parar; es hermoso”. Claro. Ella porque llega a las 17.00 y se retira a las 21.00 todos los días.

¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué tiene de lindo? ¿Qué es lo placentero de pasarse una hora pedalenado empapada como recién salida de la pileta y después chuparse otra hora haciendo saltar lágrimas al levantar unas pesas? ¿A dónde está la magia de hacer seis minutos de sentadillas al ritmo de la música? ¿Qué tiene de posible “vicio” acostarse en el piso y elevar el tronco una y otra vez hasta sentir que te están quemando la panza con una brasa? ¿Cómo se puede desear hacer todos los días estocadas que hacen temblar las piernas y doler los glúteos?

Vamos… al que le apasiona el gim es solamente por los resultados a los que llega: la colita más levantada, unas piernas firmes, una panza chata y unos brazos marcados. Pero de ahí a hacerlo por placer… mmmm… no, no lo creo. Yo lo reconozco: una pizca de mis tres horas semanales son por salud y la otra gran parte es porque no tengo ganas de que el traste me llegue a las rodillas cuando cumpla 30. Es la verdad. De ahí a que se vuelva un vicio hay un trecho enorme.

Porque comer chocolates, devorar una hamburguesa llena de mayonesa y ketchup, fumar un Philip mientras tomo un vaso de fernet helado, repetir dos veces la compotera de flan de leche condensada o echarme a leer durante horas pueden ser vicios. Y esos sí que son hermosos… pero transpirar como un chancho bajo el sol mientras dura la tortura de Body Pump, no. ¿Estoy errada o mi definición de placer es muy personal y poco sana?

domingo, 8 de marzo de 2009

Piropeadores de cuarta


En Tucumán ya no hay hombres que digan piropos. No. Al menos, no me tocó todavía cruzarme con alguno. Porque una cosa es que te digan “adiós, linda” o “me acabo de enamorar” (la falta de creatividad de esta frase merece un párrafo aparte) o “qué ojos”, pero otra muy distinta es que traten de ¿conquistarte? con palabritas patéticas, ordinarias y vulgares. ¿Qué les pasa, muchachos?

Las que me tocó escuchar, sobre todo al pasar por alguna obra en construcción, son en su mayor parte irreproducibles. Mucho peor, claro, si van acompañadas del movimiento de lengua hacia ambos costados que me revuelve las tripas. Y ¡cuánto peor! si el “piropeador” degenerado va en una moto en la que lleva atrás a su pobre mujer con unas astas gigantes y a su dulce hijita. ¿Qué onda? Lengua va, lengua viene… ¿qué sentirán ellos, no?

El de ayer caminaba por Laprida al 700 enfundado en un traje gris, corbatita celeste, gomina que lamía su pelo llevándolo hacia atrás y celular último modelo en la mano. “Te parto al medio”, me dispara cuando aprieta el botón “end” de su móvil. Qué bonito. Lo miro con asco, con mi peor cara y le retruco (lo cual no es recomendable hacer): “Viejo verde, podrías ser mi papá y hasta mi abuelo”. Se me hace el galán (encima), sonríe y remata: “Sí, podría pero no lo soy”. Le suena el celular y atiende con su mejor sonrisa, como un triunfador. Imbécil. Estuvo original, ¿no? Eso sí.

Son pésimos, muchachos. ¿Caerán algunas mujeres en las garras de estos piropeadores de cuarta? No lo sé. Pero deberían reflexionar y decirnos, al menos, los clásicos malos pero más sutiles, más cómicos, al menos para arrancarnos una risita y no una arcada… “Se te cayó un papel… el que te envuelve bombón” o “¿Asaltaron una juguetería? Porque veo que se escapó una muñeca”. Hasta pueden bordear la ridiculez sin caer en las groserías que no enamoran a nadie. Como el flaquito de Mar del Plata que detuvo su bicicleta, miró a mi amiga y le dijo serio: “Por vos mataría una ballena a ojotazos”. Se ve que lo inspiró el mar. Hay de todo y para todos los gustos, ¿vieron? Yo me quedo con una buena mirada, nada más.

viernes, 20 de febrero de 2009

Odio a Cumbio (un relato intolerante)

Odio a Cumbio. Suena feo y hasta poco tolerante. Sí, soy las dos cosas con Cumbio. Sin tintes medios.
Todo empezó cuando entré en una librería de Miramar que tenía muchos libros de oferta, más baratos que en cualquier lado. Empecé a hojearlos mientras les plumereaba con la mano la tierra que los cubría cuando la cara fea, grande, agujereada y flequilluda de Cumbio me clavó los ojos. “Yo, Cumbio”, rezaba la tapa del libro.
Entonces pensé en mis ganas frustradas de publicar alguito, al menos un par de líneas, algunas hojitas… y pensé en todos los talentos que conozco que sueñan con publicar sus escritos y no pueden. Pero Cumbio sí puede. Obviamente no pude resistirme a echarle un vistazo. Sí, lo que se imaginan: su vida de flogger, cómo empezó a ser una flogger, sus superdotados pensamientos de flogger y etcétera. No desvalorizo a Cumbio para nada pero la odio, eso seguro.
Salí de la librería con varios libros bajo el brazo (menos “Yo, Cumbio”) y el viento helado que me golpeaba la cara me hizo olvidar del asunto. Me sentí contenta con mi compra y ya ni me acordé del flequillo violeta de la flogger más famosa del país. Hasta ayer. Prendí la tele mientras me comía un buen pan francés con manteca y azúcar. América: “Agredieron a Cumbio”. Ahá. Telefé.: “Cumbio atacada por otro flogger”. Canal diez: “Habla Cumbio después del ataque”. Crónica: “Declaraciones exclusivas de Cumbio”. Palabras más, palabras menos, todo giraba en torno a Cumbio. Confieso que no me choca tanto escucharla hablar. Más me chocaron sus ojos mirándome fijo en la tapa de su flamante libro de editorial lujosa. Yo me pregunto: ¿Qué buscan los floggers? ¿Qué ideales tienen? ¿A dónde quieren llegar? No es que me interese demasiado pero es una inquietud. Sí, odio a los floggers y a Cumbio, un poco más. Pero acabo de dedicarle unas líneas, sin editorial ni fotos de mi cara en primer plano ni titulares desopilantes. Pero es para ella. Te odio, Cumbio.

lunes, 9 de febrero de 2009

Recuerdos de la inocencia en mi infancia

I)El Niñito Dios derretido

Cuando era muy chiquita le pregunté a mi mamá cómo hacía el niñito Dios para entrar a mi casa. Me martillaba la cabeza cada 24 de diciembre pensando en cómo lo lograba: mi casa no tenía chimenea, las ventanas permanecían cerradas, la puerta antiquísima del siglo pasado era imposible de abrir con facilidad y la del patio, menos. Entonces me dijo que para él nada era imposible, que buscaba la manera para entrar a todas las casas del mundo de una forma misteriosa. Ahá. En todas, en cada una de las casas de los 5 continentes. De un modo misterioso. Era suficiente para mí. Lo creía y ya. Para mí, en ese entonces, el niñito Dios se derretía y entraba por la ranura que se formaba entre la puerta de calle y el piso. Estaba tan convencida, que cada 25 cuando iba a abrir los regalos miraba las baldosas negras y blancas y veía rastros de su presencia. Una especie de brillo terroso que me encantaba pisar. Quizá siempre llevaba botas y se ensuciaba al llegar a Tucumán. Quiero volver a ese día, a mi camisón rosita que cubría mi corazón atolondrado en la mañana navideña y a mis pantuflas acolchonadas que me llevaban al comedor. Quiero volver a creer que te derretís en la puerta de casa. Qué hermoso, por Dios.

II) El hermano que no era

Primero me apuntabas con el dedo mientras veíamos algún dibujito en la tele. Sólo te limitabas a señalarme sin verme. A veces le añadías a ese gesto la palabra “futuro”, no sé por qué. Quizá eran minutos o segundos pero para mí se transformaban en horas. Me molestaba, me arrancaba mil lágrimas. Recuerdo que trataba de detenerlas pero salían igual, atolondradas, húmedas, furiosas, como una cascada. Y ahí es cuando lo disfrutabas más, cuando mis ojitos de niña te decían que te odiaban mucho, mucho y vos te reías, colmado de placer. Es la regla por ser la más chica y tu aval por ser el más grande. Después de que me secaba las lagrimitas infantiles y me encerraba en mi cuarto, entrabas serio, sigilosamente con tu mirada de niño pero que para mí era la de un gigante de ojos azules. Te parabas al lado de mi cama y yo te preguntaba qué pasaba, por qué me mirabas así. “Basta, Marce”, te imploraba. Y ahí llegaba el juego. “Yo no soy Marce. ¿Quién es Marce? ¿Crees que soy tu hermano? No. A tu hermano se lo llevaron. Yo soy otro, sólo tengo el físico de él pero no soy él”. Qué terror. Te creía, cegadamente te creía. Y otra vez estallaba en lágrimas y otra vez te dolía la panza de tanto reírte. Cada vez que los viejos no estaban, te sentabas a mi lado y me contabas la historia inventada de que yo era adoptada, que me había dejado una gitana en la puerta de casa. “¿No ves que la mamá no tiene fotos de cuando estaba embarazada de vos? Y no… es que te trajo una gitana y te dejó abandonadita. Pero igual te queremos nosotros”. Me buscaba en albumes familiares en la panza de mamá y no me encontraba. Claro que estaban las fotos pero vos, pequeño demonio, me jurabas que era alguno de ustedes tres los que estaban adentro del vientre de la vieja.
Pero qué bueno que las lágrimas terminen siendo a veces risas impagables, recuerdos felices que endulzan la vida. Y qué bueno que tu dedo ya no me señale para molestarme hasta hacerme llorar sino para aconsejarme, guiarme y cuidarme (a tu manera). Qué bueno.

III) Mi quiosquito de Miramar

El banquito era cuadriculado y resaltaba el naranja. El asiento debe haber medido unos 30 centímetros de lado. Y era ideal en ese entonces para desplegar nuestro quiosquito. Ese, el de Miramar, el que se nos colaba en las tardes sin sol y se convertía en la alternativa ideal para paliar la falta de palas, baldes y castillos en la playa. Entonces, una vez tomada la decisión de ser vendedores por un día, agarrábamos nuestras bicis de la era Precámbrica y, con un par de monedas en cada bolsillo, hacíamos las compras en la viejita de la esquina (pobre mujer… le decíamos viejita y debe haber tenido unos 40 años). Tres paquetitos de Vivident, cuatro Titas, 15 sugus y tres chocolates Arcor de papel celofán. Esa era toda nuestra mercadería y nos parecía muchísima. Con lo recaudado íbamos a poder ir a Máster más tarde a jugar un par de fichas en el Wonder Boy o a intentar ganar más en la súper cascada que estaba hecha para robarnos platita. Entonces, con las compras ultra ordenadas sobre el banquito, nos sentábamos en el cordón de mi vereda, la de la calle 20 nº 1850, desierta como ella sola. “¡Se vende!, ¡Se venden golosinas!”, gritábamos a coro a nuestros compradores cuasi inexistentes. Quién no iba a apiadarse de tres niños, claro. Habrán sido cuatro los clientes, pero ¡qué felicidad! Adiós Titas, adiós Vividents y adiós Sugus. Lo que quedaba era para mamá y papá, pero nada gratis, no. Los viejos debían desembolsar sus monedas también. Y así el banquito naranja quedaba vacío y nuestros corazones llenos. Fue mi primer trabajo. El peor remunerado pero el más hermoso que tuve en mi vida. El que más disfruté y el que más extraño hoy, 20 años después…