martes, 30 de diciembre de 2008

Asaltada y enojada

Así nomás. En un segundo. Listo. Pasé de las carcajadas de un viernes de farra al golpe en las baldosas inmundas. Y sus risas que se diluían mientras la moto se alejaba y con ella mi billetera, mi celular, mis fotitos de la gente que amo, mi plata (poca pero muy mía) y mi bolsito con maquillaje. Así nomás. “Amiga, amiga”, sentí que me gritaba desde atrás una voz odiosa, lenta, con olor a maldad, a cerveza y a drogas. No tuve ni tiempo de darme vuelta para verles la cara.

Un par de cortes minuciosos y estudiados con alguna navaja prestada (no, robada mejor) y punto. Una de las tiras de mi cartera se desprendió (gracias a Dios) asique me quedé mudita en el piso, después de que me arrastraron durante algunos segundos. Atiné a mirarme el cuerpo: un par de raspones en el codo derecho, otros en la muñeca izquierda, uno más en el tobillo y un dolor insoportable en la parte baja de la espalda. Me levanté como pude con la ayuda de las dos amigas que me acompañaban esa noche y me largué a llorar como una bebé. No por mi platita ni por mi rimel nuevo ni por mis llaves ni por mi Nokia de 2004. No. Sino por la bronca, por la impotencia, por el odio de sentirme invadida.

Seguí escuchando sus patéticas risas a lo lejos mientras un policía con cara de dormido se me acercaba masticando chicle. Que si quería que me llevara al hospital, que si quería que me llevara a casa en el patrullero, que si quería hacer la denuncia. Nada de eso. Quería, le dije, que estuviera atento en el momento que vio una enduro andar por la vereda contramano a tan sólo media cuadra de él. Quería caminar con tranquilidad con un grupo de amigas del colegio. Quería por lo menos sentirme protegida en esa cuadra de calle Santa Fe, justito a donde funciona la Policía Federal. Una más de las tantas paradojas de mi Tucson querido…

Frente al Banco Francés quedó mi cartera hecha pedazos. Solita y vacía (aún no comprendo cómo hicieron para dejar el bolso y llevarse todo lo que había adentro en un instante). Y se fueron las sonrisas congeladas de mis sobrinos en mi billetera vieja y los contactos y mensajitos de mis seres queridos en mi celular. La saqué barata, dicen. Seguro, pero necesito gritar bien fuerte ¡qué reverendos hijos de puta por Dios!

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Un Philip 10 por tus besos


Había pasado una hora desde mi vuelta del gimnasio y ya podía prender mi cigarrillo obligado de las 20.00. Pero no encontraba el paquete por ningún lado. Antes de irme lo había dejado en la mesa del comedor en la que había estado haciendo un taller de pintura casero para mis dos sobrinos de 7 y 2 años que quedaron a mi cargo. Estuve triste ayer o enojada o las dos cosas. Busqué en la mesa, en mi cuarto, en el piso, en el patio y nada. El más chico me miraba y sonreía. “¿Los sacaste vos, Mate?”. “Zí”, me respondió el enano sin un dejo de culpa. “¿Y dónde los pusiste? La tía quiere fumar”. Puso las manitos con las palmas hacia arriba y levantó las cejas como para decirme que no sabía o que no se acordaba. Seguí buscando y no aparecieron; al no encontrarlos se me potenciaban las ganas de fumar, obviamente. Quería una seca al menos, una solita… como si el tirar argollitas de humo me hiciera resolver los problemas y olvidarme de todo… Me resigné, lancé un par de puteadas al aire y agarré mi libro para pensar en otra cosa y no hacer que el pobre Mateo se ligue un reto que no iba a ser por los puchos en sí, sino por mi mala onda.

Ahí estaba, sumergida de nuevo en la historia de un supuesto décimo tercer apóstol que la Iglesia sacó del mapa porque revelaba que Jesús no era Dios (una novela buenísima de Michel Benoit) cuando divisé la cabecita blanca de mi sobrino que se asomaba por la puerta de mi cuarto. Corrió y se me tiró encima. Me abrazó fuerte y me mojó el cachete con un beso empapado. “¿Estás enojada? Te amo mucho, Dúdu. No hay que fumar, hace mal. Asique no impoita Dúdu”.

Ya está. Qué me importa no tener trabajo. Qué me importan las diferencias con mi ex jefe. Qué me importa no saber hacia dónde ir… si son estas cosas las que me endulzan el alma, las que me hacen sentir viva, las que me hacen descubrir que la felicidad no está en las pequeñas cosas como suelen decir sino en las enormes de todos los días: en las sonrisas de los míos, en las palabras de amor, en los abrazos, en las risas compartidas, en la inocencia contagiosa. No encontré los cigarrillos, por cierto. Tuve que comprar un nuevo paquete de Philip 10 esta mañana. Mate tiene razón: fumar hace mal. Pero si con cada caja que me esconde voy a ligarme esos mimos, qué impoita, ¿no?

jueves, 20 de noviembre de 2008

¡Bendito plástico!


Lunes de verano. Una de la tarde. Mi cuerpo hace lo posible por andar bajo un sol insoportable que no da tregua desde hace una semana. Se me parte la cabeza y no soporto el agüita que me cae por la espalda y me humedece la musculosa de algodón mientras transito la querida y detestada 25 de Mayo. ¿Mal humor? Un poco. A media cuadra la diviso. Es de esas personas que no son amigas pero tampoco desconocidas; digamos que es de las que tenés que pararte a saludar sí o sí, por más que el sol de medio día te implore que te hagas la distraída. Pienso en agarrar el celular y hacerme la de charlar para poder saludarla con la mano y seguir mi camino, pero me arrepiento por miedo a que sea evidente.

Ya está. La tengo en frente con su nuevo look: estrena extensiones larguísimas en el pelo, reflejos recién hechos y “lolas” (como ella misma me contará dentro de unos segundos). ¿Qué es de tu vida? ¿El laburo? ¿El novio? ¿Tu flia? Intercambiamos las típicas preguntas y respuestas que hacen a esa especie de no amistad que me une con mi conocida. ¿Me ves distinta?, me indaga. Sí, respondo casi sin pensar. Me relata, entonces, con lujo de detalles, que se acaba de operar las “lolas” y que fue rapidísimo, y que divino el médico y que un postoperatorio espectacular y que ahora las tiene medio duras pero ya se le van a ablandar y que bla, bla, bla. Los rayos de mi enemigo se me clavan en la nuca y solamente quiero llegar a casa y prender el aire, pero mi conocida sigue dándome detalles de su reciente intervención que poco me interesa.

En fin, la morocha pechocha no está conforme y me cuenta que va a esperar unos meses y se va a hacer un nuevo implante. Aha, contesto mientras le miro las nuevas lolas que me parecen simplemente gigantes y pienso en que dentro de unos días serán más gigantes aún y que dentro de unos meses o años las pequeñísimas arrugas que se le forman debajo de los ojos desaparecerán de un solo pinchazo.

Con un esfuerzo sobrehumano vuelvo al hilo y la charla se desvía hacia el amor otra vez. Le digo que bien, que gracias a Dios las cosas marchan muy bien con el novio eterno (eteeerno, como me dice ella). Me sonríe y lanza la pregunta, la de siempre, la que hacen todos. Y vos Luli, ¿para cuándo? ¡Pero ché… todos quieren casarme! No, no, todavía no, disparo inocente. ¡No te hablo de casorio! ¿Cuándo te operás? ¡Te quedaría bárrrrrrbaro!, me dice como quien habla de algo trascendente, vital, relevante. Dudo un segundo entre explicarle mis argumentos o no. Decido que no vale la pena y solamente respondo un “jamás” seco y frío.

Quiero mi Migral Compuesto que todo lo cura asique despido a mi conocida con un beso en la mejilla y el tradicional “chau querida… cuidate, que andes bien”. Vuelvo a casa con el mismo mal humor aunque de vez en cuando se me escapa una carcajada al recordar la estupidez crónica de mi conocida. Opérese usted, mujer, sea feliz… llene ese vacío estético que le falta con el bisturí y el bendito plástico del nuevo siglo pero ¡por favor! No crea que todas soñamos con lo mismo. Algunas, se lo juro, somos felices con las reales, las chiquitas e insignificantes, las que nos demuestran que la naturaleza no es perfecta pero aún así, es hermosa, siempre.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Sus ojos


Sus ojos. Como castañas o almendras o una mezcla de las dos. Se clavan en mi ventanilla. Parecen tristes. Abro la puerta del auto y se vuelven más achinaditos por la sonrisa que se esfuerza por regalar. ¿Se lo cuido, señor? Sí, claro y devolvemos la sonrisa, de pena, de ternura, de insatisfacción, de bronca y de impotencia. Se sienta en el cordón que separa el lujoso bar de la calle de asfalto mojada por los baldazos de agua que limpian los autos. Un tostado mixto, tres empanadas de queso y una cerveza. La tibieza de tu compañía después de un día eterno, tus manos que calman cualquier miedo… y sus ojos. Allá, me siguen y se achinan, una y otra vez al mirarme. Comemos, reímos, charlamos. Me señala que ya es hora con su dedito minúsculo golpeando la muñeca opuesta. Lo llamo y viene, con sus ojos más achinados que nunca. Le pagamos con dos pesos y se queda quietito, a la espera. Vive en el barrio Antena y se vuelve en bici, solo. Son las 12 de la noche. Pienso en mi cama, en mi aire acondicionado y en mis sábanas recién cambiadas y no puedo evitar sentir culpa. De quién, no lo sé. Quién dijo que yo naciera acá y el allá… qué mago tan injusto me pintó la vida de comodidades y a él se la llenó de carencias. No lo sé. Pero son instantes. De nudos, de penas, de utopías, de soluciones y broncas. Después pasa…me vuelvo a mi barrio y me olvido del Antena, de la expresión de su cara y de sus ojitos achinados. En realidad no me olvido sino que lo dejo ahí, latente, en ese espacio que la mente comparte con el alma. Pero sólo pienso en lo que podría hacer. Si lo llevara, si pudiera, si lo ayudara de alguna forma… un sin fin de potenciales que quedan en eso. Y vuelvo a mis sábanas limpitas a soñar. Y vuelvo a quejarme de lleno mientras sus ojos siguen achinándose en el mismo asfalto que me miró esa noche. Yo volví a casa; él, a la suya. No me olvido más de sus ojos… Palabras, culpas, siempre los demás y yo, nada.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Mi anormal fobia al avión (primera parte)

Admiro la gente que disfruta un vuelo, que dice “qué lindo, por fin me subo a un avión después de tanto tiempo”. A mí, me revuelve el estómago, me da escalofríos, me inunda de terror. Y me repiten sin cesar que es más seguro, que la mayoría de los accidentes se da por vía terrestre, que es más fácil que un ladrillo te rompa la cabeza en la calle a que un avión se caiga, que si te morís encima de un avión ni cuenta te das porque te agarra un paro cardíaco… y etcétera. No. No me importa. Creí que subiéndome lo iba a superar. Tampoco. Blanca como un papel, con unas ganas infinitas de vomitar y escaparme antes del despegue, me entregué ayer a las manos del piloto Pascual que nos llevó a Buenos Aires en una hora y media. Con voz amigable, nos tranquilizaba. “Señores pasajeros, les habla el comandante Pascual, estamos volando a 14 mil metros de altura, a una velocidad de 750 kilómetros por hora. El clima es favorable y si las condiciones siguen así, a las 10.00 aterrizaremos en Aeroparque”. ¡Maravilloso! ¡sólo 14 mil metros! ¡Clima favorable! ¿Si las condiciones siguen así? ¡Ay, Dios, y si cambian, qué pasa! Hay gente que duerme y yo me pregunto cómo lo logra.
Me duele la panza y recuerdo con amor las contracturas que me genera el ómnibus después de 13 horas de viaje hacia la Capital. Y sí. Prefiero la inseguridad del tambaleo en los bondis vetustos de dos pisos a la supuesta seguridad de estas máquinas maravillosas que me dan impotencia y me hacen sentir más vulnerable que nunca.
Intento charlar pero me doy cuenta de que ni siquiera puedo prestar atención a lo que me hablan. Tomo coraje y miro por la ventanilla. El río de la Plata me saluda a pocos metros bajo un cielo impecable y creo que empiezo a recuperar los colores en mi cara. Ahí vamos. Tomo aire por enésima vez y la dulce vocecita de una de las azafatas de Pascual indica que ajustemos los cinturones porque estamos por aterrizar. Siento los latidos de mi corazón en la garganta y cierro los ojos.
Ya está. Las ruedas del avión sobre la pista y soy feliz. Amo el asfalto, amo el auto de mi viejo, amo la bici de Miramar y los colectivos sin controles. ¡Los amo! porque son inseguros, sí, pero pisan fuerte sobre la tierrita que me encanta. Y desde ayer, odio las nubes, el azul del cielo y las ciudades hermosas vistas desde arriba.


Mi anormal fobia al avión
(segunda parte)
Terminó la Feria Internacional de Turismo y eso significa que no hay escapatoria: tengo que volver a subirme al avión. El chofer de una combi nos lleva hasta el aeropuerto, acelera demasiado y se liga varios bocinazos intolerantes de conductores que tienen razón. Pero yo me siento bien y pienso en lo lindo que sería que este tal Cacho mal conductor siguiera viaje y nos dejara en Tucumán. Pero razono y me avergüenzo de lo idiota que puedo llegar a ser. Ya está, dos horitas nomás, el vuelo de ida fue tranquilo (eso dicen) y este va a ser igual. Check –in, embarque y allá vamos otra vez. Se me retuercen las tripas, intento pensar en otra cosa y sólo siento el ruido detestable de las turbinas y el aire que me golpea torpe la cara mientras camino por la manga hacia mi amigo el avión. Me doy cuenta que odio hasta su forma, la punta como un cohete, el blanco pálido de su estructura, las inscripciones de su marca, el tamaño de sus alas, lo angosto del pasillo y el color gris triste de sus asientos. Hasta le veo cara, lo juro. Y es cara de malo, de muy malo y poderoso.
20-D. Ese es el número que me dio con una sonrisa de oreja a oreja la empleada de la línea aérea. Ahí me siento, quietita y con el cinturón abrochado mucho antes que den la orden de hacerlo. Agarro la revista que ya había ojeado a la mañana y vuelvo a mirarla pero sin verla; vuelvo a leerla pero sin comprenderla. Asique la cierro y espero. Mi amiga me da charla, se ríe, es feliz. Trato de disimular mi angustia pero poco me dura la careta. El despegue me delata y vuelvo a ponerme blanca como un palmito. Ya está, pasó, estamos arriba. Supero los mareos y arranco una entretenida conversación con mi amiga del alma, que en vez de miedo parece sentir amor por el vértigo. En eso estamos cuando me sacude una tierna turbulencia. Ya pasa, ya pasa, me repiten. Pero no pasa.
Miro a las azafatas charlar con el comandante y una de ellas agarra el teléfono de la cabina. “El comandante en jefe les solicita que ajusten sus cinturones de seguridad porque estamos atravesando una zona de turbulencias”. Así, sin más. Cierro los ojos de nuevo y mi amiga me apantalla con la revista que nunca pude leer. Mi cuerpo se mueve al ritmo de las turbulencias y los pocitos de aire me hacen sentir bien cerquita de la muerte. Extraño a Pascual, que me había dicho que el clima era favorable. Este piloto no me habla, ni siquiera me cuenta a qué velocidad vamos ni a cuántos metros de altura estamos. Los pasajeros se miran y aunque no todos portan mi palidez, sé que tienen miedo.
Unos 25 minutos y listo. El avión asciende más y está quieto. Ya pasó. Me quedo muda hasta que empieza el descenso a Tucumán. Veo las luces de los relámpagos por las ventanillas y pido una bolsita para vomitar, aunque no lo consigo. Por fin, logro divisar las luces de Tucson cercanas y mi amigo el avión aterriza torpemente en la pista del aeropuerto Benjamín Matienzo. Estoy histérica, agarro mi bolso y me levanto. Atravieso el pasillo angosto y el piloto me sonríe y me dice “Gracias por elegirnos”. Sin pensarlo, retruco “Gracias a usted, comandante, por haberme hecho pasar el peor día de mis 25 añitos”. Se ríe. “Pero flaca, lo hicimos muy bien”. Bajo las escaleras y piso mi tierra con las piernas temblorosas. ¿Qué significará hacerlo muy mal? Ya no me importa. Odio los aviones y si tengo que subirme alguna otra vez por obligación, que sea con Pascual…

domingo, 26 de octubre de 2008

La gran culpa

Siempre me trastornó el tema de la culpa en la religión. No es algo de ahora, no es que crecí, me volví más apática y empecé a planteármelo. No. Recuerdo como si fuera ayer la tarde en que volvía caminando del colegio a mi casa y aún me latían atolondradas las palabras de la señorita de Catequesis en la cabeza, “se lo tienen que saber perfecto porque sino, no van a poder decírselo al sacerdote la semana que viene”.
Hacía calor, mucho. Me acuerdo que el delantal celeste se me pegaba en la espalda y solamente quería llegar a casa y sentir el olor a leche chocolatada fresquita de mi mamá. Aún la huelo muchas veces cuando vuelvo de trabajar pero, no sé porqué, jamás es del todo igual. Ahí estaba yo, con mis ocho años encima, preocupadísima por la lección que me permitiría tener el perdón de Dios: la semana siguiente hacíamos la primera Confesión (por primera vez iba a contarle a un cura mis pecados) y estaba nerviosa.

Pero como siempre, ahí estaba ella. Estoica, firme, alegre y dispuesta. Mi vieja. Me limpié los bigotes marrones que me había dejado el Nesquik y saqué de la mochila el cuaderno de Religión. El elástico rosa que hacía de separador señalaba las dos oraciones que tenía que memorizar, para no olvidar jamás. El Pésame y el Yo Confieso.
Y ahí íbamos…. “Yo confieso ante Dios Todopoderoso y ante vosotros, hermanos, que he pecado mucho de pensamiento, palabra, obra y omisión… por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa…”. En la parte de “por mi culpa” tenía que golpearme el pecho, me enseñaba mi mamá.

Yo, a esa altura, todavía no lograba entender qué había hecho para tener que pedir tantos perdones al Papá del cielo. Asique me dije… vamos por la segunda. Y otra vez… “…Pésame por el infierno que merecí y por el cielo que perdí… Antes quisiera haber muerto que haberte ofendido y propongo firmemente no pecar más y evitar todas las ocasiones próximas de pecado, Amén”. Fue demasiado. Le dije a mi mamá que me sentía falsa. Abrió los ojos, frunció el ceño y me preguntó por qué. Porque no prefiero morirme antes de haberte contestado mal o de haber envidiado a una amiga o de haber sido desobediente, le respondí (no recuerdo otro pecado a mis ocho años). Mi vieja solo pudo reírse y me explicó que no había que tomar las oraciones al pie de la letra. Algo así. Igual, cuando el miércoles siguiente me arrodillé quietita y pálida frente al cura de Santo Domingo que tenía mucho pelo en la cabeza y pocas sonrisas en la cara y recité a rajatabla el Yo Confieso, me sentí una mentirosa. Después, mientras él ponía su mano sobre mi cabeza y me absolvía de mis tremendas fallas infantiles tuve que volver a mentir con el Pésame. Me delegó la tarea de rezar no sé cuántos Padre Nuestros y Ave Marías como “penitencia” por haber sido un poco mala hija, un poco mala amiga, un poco egoísta y un poco mentirosa, supongo.

No recuerdo la última vez que le conté mis pecados a un sacerdote. Tampoco sé si lo volvería a hacer. La verdad, no creo… hoy, que tengo tantísimas más falencias que a los ocho años, me reconforta empezar y terminar mis días con una linda charla con Dios, con relatos del alma y agradecimientos eternos que muy poco se parecen al Yo Confieso. Más bien, son palabras sueltas que salen del corazón y mediante las que intento (no siempre con los mejores resultados) alimentar mi espíritu para ser mejor gente. ¿Culpa? En absoluto.

miércoles, 22 de octubre de 2008

La porteña y mi pueblito

Hace un par de meses, cuando estaba en Buenos Aires haciendo dos cursos de redacción en la Fundación Perfil, me encontré con una porteña de esas que yo pensaba que no existían en realidad, que solamente eran parte del imaginario provinciano y prejuicioso del que yo formaba parte.
Afuera, el vapor se levantaba denso del pavimento después de una lluvia tímida que había llegado tras varias semanas insoportables (casi, casi como las tucumanas) y salí del aula para fumar un cigarrillo esperadísimo después del café de media mañana. En eso estaba, sola, pensando en los míos, en la panza de mi hermana y en mi futuro ahijado, en los besos de mi vieja al llegar a casa, en la soledad y el gusto que sentía en esa enorme ciudad y en las ganas de volar al mismo tiempo hacia mi casita de Sarmiento y Laprida cuando ella se me acercó.
Ya, desde el vamos, no me había caído muy bien. Levantaba la mano cada milésima de segundo para preguntarle cosas al profesor; en cada acotación repetía la palabra “tipo” unas tres veces, “nada” otras cuantas y encima de eso, para rematar su modo chocante de expresarse, mezclaba el castellano con el inglés. Por eso disfruté tanto cuando Néstor Barreiro (el periodista que dictaba el curso) le suplicó (con tono de pocos amigos) que hablara con propiedad. “No digas feed back si estás hablando de procesos de comunicación. Estamos en Argentina y acá hablamos español”. Maravilloso. Me llené de gozo y fui feliz, solamente porque aquella especie de reto alimentaba mi maldad e intolerancia hacia la porteña de pelo largo, pantalones cortos y boca carnosa.
Y ahí llegaba. “¿Vos escrihíste (escribiste) el artículo de Purmamarca? ¡Porque está re hueno (bueno)… dihíno(divino)!”, me declaró la joven estudiante de Periodismo que parecía masticar una papa gigante constantemente. Agradecí con una sonrisa educada, con una mezcla de cinismo y de culpa por haber disfrutado de su mal rato con Barreiro. No suele pasarme muy seguido pero ese día, justo ese, no tenía ganas de hablar con nadie. La porteña de pelo largo, en cambio, estaba ansiosa por conocer gente y si era del interior, mucho mejor. Fue en el instante en que aplasté la colilla de mi cigarrillo con la suela de mi ojota de goma cuando, en un intento por ser amigable, Verónica, (creo que se llamaba así) mientras se ataba el pelo en un rodete voluminoso, disparó: “Que divertida debe ser la vida en Tucumán… tranquilidad, poca gente… yo sueño con vivir en un pueblito así, ‘tipo’ desolado como Tucumán”. No sabía si contestarle, explicarle o irme y no perder tiempo. Así que opté por sonreírle y asentir con la cabeza. Entré de nuevo al curso, me senté y volví a ser feliz (de pura maldad, otra vez). El profesor le criticó hasta la última coma de su artículo sobre Purmamarca, “que nunca se puede empezar así un reportaje, que esto es un lugar común, que había que guiarse más de las fotos que les dí para describir el lugar y atraer al lector, que Purmamarca no es así…”. Y un par de detallecitos más. Quizá la porteña de pelo largo creyó que Purmamarca era una isla del Caribe o una playa de Brasil, quién sabe…

La escucha

Lo escuché sin querer. Estaba en la panadería esperando que me entregaran las tortillas para complementar el asadito del medio día del domingo y dos chicas hablaban entre risas. Habrán tenido, supongo, unos 14 o 15 años. No más. Mientras, yo hacía un rollito con el número 16 que me había entregado la empleada de Casapan y trataba de matar el tiempo analizando la forma de las medialunas, preguntándome por qué el vidrio de la heladera que conserva las tortas estaría tan sucio y deduciendo si la crema de las bombas sería de pastelera o chantilly (sí, cosas que uno suele hacer cuando espera y que no construyen nada, sólo hacen pasar los minutos vacíos). Y ahí seguían ellas, dos niñas vestidas con pantalones idénticos y remeras sueltas; con los ojos delineados con un negro triste y duro y flequillos gordos que tapaban la mitad de sus caras infantiles (o adultas).
Una risotada me llamó la atención. Habré estado a unos dos metros de distancia. Entonces, la curiosidad me hizo desviar la atención de la crema y el vidrio para escuchar el motivo de la risa de las chicas.

- Pero yo estaba muy borracha! (risas)
- Sí, el también. ¿Pero pasó o no pasó? (más risas)
- Pasó, pasó... (risas y más risas)

No pude evitar deslizar una sonrisa. Me remonté a mis 14 y me encontré rodeada de mis compañeras de colegio, debatiendo en un recreo caluroso a quiénes invitaríamos a la tan esperada fiesta de gala del Jockey. Por aquellos años hablábamos de si bailaríamos o no “lento” con el posible candidato, de cuánto lo dejaríamos acercarse a nosotras y de cuál sería nuestra reacción ante una “apretada” fuera de lugar. Volví a sonreír al recordar nuestra inocencia un tanto absurda y las miles de charlas que tuvimos de los 16 en adelante para contar los detalles del primer beso (con los noviecitos, lógicamente). Y pensé en cómo las cosas cambiaron en tan pocos años y en cómo los besos dejaron de estar relacionados con el amor o el cariño y pasaron a ser un trámite, una diversión, un momento... no juzgué a las niñas-grandes en absoluto, solamente me sorprendió la diferencia.
Claro que la charla no terminó ahí. La empleada de Casapan iba por el número 11 asique aún quedaban cinco pedidos que me permitirían seguir alimentando mi curiosidad. Mientras una mujer decidía si quería medialunas o facturas, yo atendía. Atendía para entender.

- Fuiste a su casa?
- No, estaban los “viejos”
- Y????
- Fuimos ahí... al del aeropuerto (más y más risas)

El del aeropuerto es un hotel. Se llama Amadeus. Por un segundo entendí a mi mamá cuando se vuelve loca tratando de entender a la que ella llama la “juventud perdida”, un adjetivo del que siempre me río y la trato de vieja anticuada. Pero esta vez, la entendí. Entre mi inocencia y mi sorpresa, volví de nuevo a las mañanas de delantales y corbatas. Yo no sé si este nuevo estilo de vida de la mayoría de los chicos y chicas está bien o mal, si es lo mejor para ellos o no. Pero, definitivamente, me quedo con la aceleración de los latidos del corazón ante el roce tímido de una mano de hombre o con las noches que pasábamos desveladas repasando mil veces cómo había sido “ese momento” o con la espera eterna del beso soñado con el primer novio... los tiempos cambiaron ¿no? Y valga el lugar común.

sábado, 18 de octubre de 2008

Lágrimas de tía


Lloré la vez que lo ví disfrazado de ratón. Esa tarde que entró al escenario del Alberdi dando pasos cortitos pero firmes. Con la nariz pintada de negro y unos bigotes que resaltaban aún más la palidez de su cara, actuó por primera vez, sin lágrimas. Las lágrimas eran mías. Lloré y pensé que era por ser el primer acto de mi primer sobrino. Entonces llegó el segundo. Esta vez era mago, entraba y se paraba en una tarima que lo dejaba frente a un público asombrado porque él con un toque de varita volvía azul el agua de una botella. Aplausos. Y mis lágrimas, de nuevo. Y así llegó el tercero, ya sin disfraz, como un grande, con pantalón corto blanco y una remera roja. Sin varita ni bigotes, solamente corría por el patio del colegio junto a sus compañeros. Cada pasada era un saludo y una sonrisa hacia la tribuna. Ahí estaba yo, y mis lágrimas, claro.
Estoy esperando el cuarto acto que seguramente será en diciembre. Todo un adulto ya de primer grado. Pero como un presagio, ayer mi estúpida sensibilidad de tía babosa me volvió a ganar.
Feria de Ciencias Naturales. Nada emotivo. Un par de afiches colgados que muestran animales pintados, algunos más prolijos que otros, y un cartel poco original que anuncia el acontecimiento. Una sala llena de padres y un escenario viejo. Silencio. Lo busco y no lo encuentro. Pero ahí está, con su delantal gris y las manos adentro de los bolsillos. Llega su turno y yo estoy firme, sentada con las manos juntas, más nerviosa que él y recitando para mis adentros el verso que estuvimos repitiendo durante los últimos cuatro días. Tengo los ojos secos y me digo “por fin, esta vez me voy a comportar como una chica de 25 años a quien hicieron tía hace siete”. Y pasa al frente con los mismos pasitos de ratón, pero más seguro. Toma el micrófono con su mano derecha y empieza: “En cuanto a la alimentación de las mascotas ¡atención y cuidado! hay alimentos que no debemos darles: 1)huesos: se les pueden quedar atragantados en la boca o en la traquea y es peligroso”. Suficiente. Como una idiota -y al divino botón- voy moviendo los labios al mismo tiempo que él como para hacerlo acordar de lo que estudiamos. Mientras tanto, me chupo las lágrimas saladas que ya salieron sin permiso.
Quizá para el quinto esté un poco mejor y logre contener la emoción que me genera verlo crecer, armar ideas, ser más grande. Todavía me quedan los primeros actos de mis otros tres sobrinos y de los que vendrán… De mis futuros hijos, si Dios me los da, ni hablar. Me pregunto si hasta entonces se me secarán los ojos por fin y podré canalizar toda esa maroma de sentimientos de amor de otro modo. Tal vez sí… Y sino, qué importa.

Porque es Saramago


Después de un día mediocre en lo laboral, movido en lo afectivo y gris en lo familiar y de que mis amigas decidieran no salir y mi novio se fuera a un asado a jugar al póker entre interminables vasos de fernet, me saqué la mala onda con una ducha eterna y perfecta. Salí renovada, cargada de buen humor y feliz de que la salida se haya cancelado y de que la gente afuera siguiera embriagándose sólo por ser viernes. Me empapé el cuello con colonia de bebé, tiré un par de gotitas sobre mi almohada (siempre lo hago, me hace dormir mejor) y devoré las últimas quince páginas de mi libro.
El Evangelio según Jesucristo, de Saramago. Me lo regaló una gran amiga hace un par de años y lo tenía todavía virgen en mi biblioteca. Por A o por B, siempre lo dejaba para otro momento y empezaba alguna novela de otro autor. La razón era simple: estaba segura de que sería igual a Las intermitencias de la muerte, del mismo escritor, que aunque me encantó, consiguió ponerme bastante nerviosa por el modo en el que está escrito. Así que terminé Cometas en el cielo (una ternura de libro) y decidí arrancar El Evangelio, dispuesta a encontrarme con eso. Con la falta de puntos y aparte. Con la falta de guiones. Con la falta de espacios. Con la falta de aire. No me equivoqué…

“… Todos estos tendrán que morir por ti, Si planteas la cuestión en esos términos, sí, todos morirán por mí, Y después, Después, hijo mío, ya te he dicho, será una historia interminable de hierro y sangre, de fuego y de cenizas, un mar infinito de sufrimiento y lágrimas, Cuenta, quiero saberlo todo…” (fragmento del libro en el que Jesús se encuentra con Dios en el mar)

Al principio es más irritante. Pero uno se acostumbra con el paso de las páginas por lo maravillosa que es la historia. Aunque insisto: sería más llevadero si el genial Saramago nos diera una manito con tan sólo un par de guiones, puntos y signos de pregunta. Nada más que eso. Pensando y repensando como una simple lectora joven, sólo llegué a la conclusión de que escribe así porque es Saramago, porque puede y le sale bien. O quizá quiere complicarnos un poco la lectura veloz y ágil. Con o sin líneas de diálogo, con o sin signos, con o sin puntos, el libro vale la pena y se los recomiendo.