Admiro la gente que disfruta un vuelo, que dice “qué lindo, por fin me subo a un avión después de tanto tiempo”. A mí, me revuelve el estómago, me da escalofríos, me inunda de terror. Y me repiten sin cesar que es más seguro, que la mayoría de los accidentes se da por vía terrestre, que es más fácil que un ladrillo te rompa la cabeza en la calle a que un avión se caiga, que si te morís encima de un avión ni cuenta te das porque te agarra un paro cardíaco… y etcétera. No. No me importa. Creí que subiéndome lo iba a superar. Tampoco. Blanca como un papel, con unas ganas infinitas de vomitar y escaparme antes del despegue, me entregué ayer a las manos del piloto Pascual que nos llevó a Buenos Aires en una hora y media. Con voz amigable, nos tranquilizaba. “Señores pasajeros, les habla el comandante Pascual, estamos volando a 14 mil metros de altura, a una velocidad de 750 kilómetros por hora. El clima es favorable y si las condiciones siguen así, a las 10.00 aterrizaremos en Aeroparque”. ¡Maravilloso! ¡sólo 14 mil metros! ¡Clima favorable! ¿Si las condiciones siguen así? ¡Ay, Dios, y si cambian, qué pasa! Hay gente que duerme y yo me pregunto cómo lo logra.
Me duele la panza y recuerdo con amor las contracturas que me genera el ómnibus después de 13 horas de viaje hacia la Capital. Y sí. Prefiero la inseguridad del tambaleo en los bondis vetustos de dos pisos a la supuesta seguridad de estas máquinas maravillosas que me dan impotencia y me hacen sentir más vulnerable que nunca.
Intento charlar pero me doy cuenta de que ni siquiera puedo prestar atención a lo que me hablan. Tomo coraje y miro por la ventanilla. El río de la Plata me saluda a pocos metros bajo un cielo impecable y creo que empiezo a recuperar los colores en mi cara. Ahí vamos. Tomo aire por enésima vez y la dulce vocecita de una de las azafatas de Pascual indica que ajustemos los cinturones porque estamos por aterrizar. Siento los latidos de mi corazón en la garganta y cierro los ojos.
Ya está. Las ruedas del avión sobre la pista y soy feliz. Amo el asfalto, amo el auto de mi viejo, amo la bici de Miramar y los colectivos sin controles. ¡Los amo! porque son inseguros, sí, pero pisan fuerte sobre la tierrita que me encanta. Y desde ayer, odio las nubes, el azul del cielo y las ciudades hermosas vistas desde arriba.
Mi anormal fobia al avión(segunda parte)
Terminó la Feria Internacional de Turismo y eso significa que no hay escapatoria: tengo que volver a subirme al avión. El chofer de una combi nos lleva hasta el aeropuerto, acelera demasiado y se liga varios bocinazos intolerantes de conductores que tienen razón. Pero yo me siento bien y pienso en lo lindo que sería que este tal Cacho mal conductor siguiera viaje y nos dejara en Tucumán. Pero razono y me avergüenzo de lo idiota que puedo llegar a ser. Ya está, dos horitas nomás, el vuelo de ida fue tranquilo (eso dicen) y este va a ser igual. Check –in, embarque y allá vamos otra vez. Se me retuercen las tripas, intento pensar en otra cosa y sólo siento el ruido detestable de las turbinas y el aire que me golpea torpe la cara mientras camino por la manga hacia mi amigo el avión. Me doy cuenta que odio hasta su forma, la punta como un cohete, el blanco pálido de su estructura, las inscripciones de su marca, el tamaño de sus alas, lo angosto del pasillo y el color gris triste de sus asientos. Hasta le veo cara, lo juro. Y es cara de malo, de muy malo y poderoso.
20-D. Ese es el número que me dio con una sonrisa de oreja a oreja la empleada de la línea aérea. Ahí me siento, quietita y con el cinturón abrochado mucho antes que den la orden de hacerlo. Agarro la revista que ya había ojeado a la mañana y vuelvo a mirarla pero sin verla; vuelvo a leerla pero sin comprenderla. Asique la cierro y espero. Mi amiga me da charla, se ríe, es feliz. Trato de disimular mi angustia pero poco me dura la careta. El despegue me delata y vuelvo a ponerme blanca como un palmito. Ya está, pasó, estamos arriba. Supero los mareos y arranco una entretenida conversación con mi amiga del alma, que en vez de miedo parece sentir amor por el vértigo. En eso estamos cuando me sacude una tierna turbulencia. Ya pasa, ya pasa, me repiten. Pero no pasa.
Miro a las azafatas charlar con el comandante y una de ellas agarra el teléfono de la cabina. “El comandante en jefe les solicita que ajusten sus cinturones de seguridad porque estamos atravesando una zona de turbulencias”. Así, sin más. Cierro los ojos de nuevo y mi amiga me apantalla con la revista que nunca pude leer. Mi cuerpo se mueve al ritmo de las turbulencias y los pocitos de aire me hacen sentir bien cerquita de la muerte. Extraño a Pascual, que me había dicho que el clima era favorable. Este piloto no me habla, ni siquiera me cuenta a qué velocidad vamos ni a cuántos metros de altura estamos. Los pasajeros se miran y aunque no todos portan mi palidez, sé que tienen miedo.
Unos 25 minutos y listo. El avión asciende más y está quieto. Ya pasó. Me quedo muda hasta que empieza el descenso a Tucumán. Veo las luces de los relámpagos por las ventanillas y pido una bolsita para vomitar, aunque no lo consigo. Por fin, logro divisar las luces de Tucson cercanas y mi amigo el avión aterriza torpemente en la pista del aeropuerto Benjamín Matienzo. Estoy histérica, agarro mi bolso y me levanto. Atravieso el pasillo angosto y el piloto me sonríe y me dice “Gracias por elegirnos”. Sin pensarlo, retruco “Gracias a usted, comandante, por haberme hecho pasar el peor día de mis 25 añitos”. Se ríe. “Pero flaca, lo hicimos muy bien”. Bajo las escaleras y piso mi tierra con las piernas temblorosas. ¿Qué significará hacerlo muy mal? Ya no me importa. Odio los aviones y si tengo que subirme alguna otra vez por obligación, que sea con Pascual…