
Lo miró desganada. Dejó la copa larga de cristal azulino con el champagne a medio terminar. Se abotonó el vestido rojo, el mismo que usaba cada 20 de agosto desde hacía casi ocho años, y entró al baño. Se miró en el espejo. El negro pegajoso de la pintura teñía sus ojos color miel y tenía la cara pálida, ya sin rubor. Casi automáticamente se acomodó el pelo despeinado con la mano y pasó su dedo índice por una de sus cejas.
- Me voy. Se hace tarde.
- Y no me decís nada… te vas. Así.
- Me voy.
Salió de la casa en medio de una oscuridad que se acentuaba aún más en ese pasaje desolado. Buscó un taxi y no lo encontró. Decidió caminar. Divisó su departamento a lo lejos, compró un paquete de cigarrillos en el kiosco de la esquina y llegó. Metió la mano en la cartera y buscó las llaves. Siguió con la mano adentro de su bolso. No estaba. Igual, ya no lo quería.
El anillo había quedado allá, encima de la mesa de luz, la misma en la que cada 20 de agosto apoyaba su copa de champagne mientras se sacaba su vestido rojo.
- Me voy. Se hace tarde.
- Y no me decís nada… te vas. Así.
- Me voy.
Salió de la casa en medio de una oscuridad que se acentuaba aún más en ese pasaje desolado. Buscó un taxi y no lo encontró. Decidió caminar. Divisó su departamento a lo lejos, compró un paquete de cigarrillos en el kiosco de la esquina y llegó. Metió la mano en la cartera y buscó las llaves. Siguió con la mano adentro de su bolso. No estaba. Igual, ya no lo quería.
El anillo había quedado allá, encima de la mesa de luz, la misma en la que cada 20 de agosto apoyaba su copa de champagne mientras se sacaba su vestido rojo.