lunes, 9 de febrero de 2009

III) Mi quiosquito de Miramar

El banquito era cuadriculado y resaltaba el naranja. El asiento debe haber medido unos 30 centímetros de lado. Y era ideal en ese entonces para desplegar nuestro quiosquito. Ese, el de Miramar, el que se nos colaba en las tardes sin sol y se convertía en la alternativa ideal para paliar la falta de palas, baldes y castillos en la playa. Entonces, una vez tomada la decisión de ser vendedores por un día, agarrábamos nuestras bicis de la era Precámbrica y, con un par de monedas en cada bolsillo, hacíamos las compras en la viejita de la esquina (pobre mujer… le decíamos viejita y debe haber tenido unos 40 años). Tres paquetitos de Vivident, cuatro Titas, 15 sugus y tres chocolates Arcor de papel celofán. Esa era toda nuestra mercadería y nos parecía muchísima. Con lo recaudado íbamos a poder ir a Máster más tarde a jugar un par de fichas en el Wonder Boy o a intentar ganar más en la súper cascada que estaba hecha para robarnos platita. Entonces, con las compras ultra ordenadas sobre el banquito, nos sentábamos en el cordón de mi vereda, la de la calle 20 nº 1850, desierta como ella sola. “¡Se vende!, ¡Se venden golosinas!”, gritábamos a coro a nuestros compradores cuasi inexistentes. Quién no iba a apiadarse de tres niños, claro. Habrán sido cuatro los clientes, pero ¡qué felicidad! Adiós Titas, adiós Vividents y adiós Sugus. Lo que quedaba era para mamá y papá, pero nada gratis, no. Los viejos debían desembolsar sus monedas también. Y así el banquito naranja quedaba vacío y nuestros corazones llenos. Fue mi primer trabajo. El peor remunerado pero el más hermoso que tuve en mi vida. El que más disfruté y el que más extraño hoy, 20 años después…

2 comentarios:

Unknown dijo...

Te pegó fuerte la saudade, veo, eh?...
Besos. Lindo relato, lleno de ternura.

Anónimo dijo...

Muy lindo amiga, me haces llorar como siempre. Nos vemos pronto besos