viernes, 20 de febrero de 2009

Odio a Cumbio (un relato intolerante)

Odio a Cumbio. Suena feo y hasta poco tolerante. Sí, soy las dos cosas con Cumbio. Sin tintes medios.
Todo empezó cuando entré en una librería de Miramar que tenía muchos libros de oferta, más baratos que en cualquier lado. Empecé a hojearlos mientras les plumereaba con la mano la tierra que los cubría cuando la cara fea, grande, agujereada y flequilluda de Cumbio me clavó los ojos. “Yo, Cumbio”, rezaba la tapa del libro.
Entonces pensé en mis ganas frustradas de publicar alguito, al menos un par de líneas, algunas hojitas… y pensé en todos los talentos que conozco que sueñan con publicar sus escritos y no pueden. Pero Cumbio sí puede. Obviamente no pude resistirme a echarle un vistazo. Sí, lo que se imaginan: su vida de flogger, cómo empezó a ser una flogger, sus superdotados pensamientos de flogger y etcétera. No desvalorizo a Cumbio para nada pero la odio, eso seguro.
Salí de la librería con varios libros bajo el brazo (menos “Yo, Cumbio”) y el viento helado que me golpeaba la cara me hizo olvidar del asunto. Me sentí contenta con mi compra y ya ni me acordé del flequillo violeta de la flogger más famosa del país. Hasta ayer. Prendí la tele mientras me comía un buen pan francés con manteca y azúcar. América: “Agredieron a Cumbio”. Ahá. Telefé.: “Cumbio atacada por otro flogger”. Canal diez: “Habla Cumbio después del ataque”. Crónica: “Declaraciones exclusivas de Cumbio”. Palabras más, palabras menos, todo giraba en torno a Cumbio. Confieso que no me choca tanto escucharla hablar. Más me chocaron sus ojos mirándome fijo en la tapa de su flamante libro de editorial lujosa. Yo me pregunto: ¿Qué buscan los floggers? ¿Qué ideales tienen? ¿A dónde quieren llegar? No es que me interese demasiado pero es una inquietud. Sí, odio a los floggers y a Cumbio, un poco más. Pero acabo de dedicarle unas líneas, sin editorial ni fotos de mi cara en primer plano ni titulares desopilantes. Pero es para ella. Te odio, Cumbio.

lunes, 9 de febrero de 2009

Recuerdos de la inocencia en mi infancia

I)El Niñito Dios derretido

Cuando era muy chiquita le pregunté a mi mamá cómo hacía el niñito Dios para entrar a mi casa. Me martillaba la cabeza cada 24 de diciembre pensando en cómo lo lograba: mi casa no tenía chimenea, las ventanas permanecían cerradas, la puerta antiquísima del siglo pasado era imposible de abrir con facilidad y la del patio, menos. Entonces me dijo que para él nada era imposible, que buscaba la manera para entrar a todas las casas del mundo de una forma misteriosa. Ahá. En todas, en cada una de las casas de los 5 continentes. De un modo misterioso. Era suficiente para mí. Lo creía y ya. Para mí, en ese entonces, el niñito Dios se derretía y entraba por la ranura que se formaba entre la puerta de calle y el piso. Estaba tan convencida, que cada 25 cuando iba a abrir los regalos miraba las baldosas negras y blancas y veía rastros de su presencia. Una especie de brillo terroso que me encantaba pisar. Quizá siempre llevaba botas y se ensuciaba al llegar a Tucumán. Quiero volver a ese día, a mi camisón rosita que cubría mi corazón atolondrado en la mañana navideña y a mis pantuflas acolchonadas que me llevaban al comedor. Quiero volver a creer que te derretís en la puerta de casa. Qué hermoso, por Dios.

II) El hermano que no era

Primero me apuntabas con el dedo mientras veíamos algún dibujito en la tele. Sólo te limitabas a señalarme sin verme. A veces le añadías a ese gesto la palabra “futuro”, no sé por qué. Quizá eran minutos o segundos pero para mí se transformaban en horas. Me molestaba, me arrancaba mil lágrimas. Recuerdo que trataba de detenerlas pero salían igual, atolondradas, húmedas, furiosas, como una cascada. Y ahí es cuando lo disfrutabas más, cuando mis ojitos de niña te decían que te odiaban mucho, mucho y vos te reías, colmado de placer. Es la regla por ser la más chica y tu aval por ser el más grande. Después de que me secaba las lagrimitas infantiles y me encerraba en mi cuarto, entrabas serio, sigilosamente con tu mirada de niño pero que para mí era la de un gigante de ojos azules. Te parabas al lado de mi cama y yo te preguntaba qué pasaba, por qué me mirabas así. “Basta, Marce”, te imploraba. Y ahí llegaba el juego. “Yo no soy Marce. ¿Quién es Marce? ¿Crees que soy tu hermano? No. A tu hermano se lo llevaron. Yo soy otro, sólo tengo el físico de él pero no soy él”. Qué terror. Te creía, cegadamente te creía. Y otra vez estallaba en lágrimas y otra vez te dolía la panza de tanto reírte. Cada vez que los viejos no estaban, te sentabas a mi lado y me contabas la historia inventada de que yo era adoptada, que me había dejado una gitana en la puerta de casa. “¿No ves que la mamá no tiene fotos de cuando estaba embarazada de vos? Y no… es que te trajo una gitana y te dejó abandonadita. Pero igual te queremos nosotros”. Me buscaba en albumes familiares en la panza de mamá y no me encontraba. Claro que estaban las fotos pero vos, pequeño demonio, me jurabas que era alguno de ustedes tres los que estaban adentro del vientre de la vieja.
Pero qué bueno que las lágrimas terminen siendo a veces risas impagables, recuerdos felices que endulzan la vida. Y qué bueno que tu dedo ya no me señale para molestarme hasta hacerme llorar sino para aconsejarme, guiarme y cuidarme (a tu manera). Qué bueno.

III) Mi quiosquito de Miramar

El banquito era cuadriculado y resaltaba el naranja. El asiento debe haber medido unos 30 centímetros de lado. Y era ideal en ese entonces para desplegar nuestro quiosquito. Ese, el de Miramar, el que se nos colaba en las tardes sin sol y se convertía en la alternativa ideal para paliar la falta de palas, baldes y castillos en la playa. Entonces, una vez tomada la decisión de ser vendedores por un día, agarrábamos nuestras bicis de la era Precámbrica y, con un par de monedas en cada bolsillo, hacíamos las compras en la viejita de la esquina (pobre mujer… le decíamos viejita y debe haber tenido unos 40 años). Tres paquetitos de Vivident, cuatro Titas, 15 sugus y tres chocolates Arcor de papel celofán. Esa era toda nuestra mercadería y nos parecía muchísima. Con lo recaudado íbamos a poder ir a Máster más tarde a jugar un par de fichas en el Wonder Boy o a intentar ganar más en la súper cascada que estaba hecha para robarnos platita. Entonces, con las compras ultra ordenadas sobre el banquito, nos sentábamos en el cordón de mi vereda, la de la calle 20 nº 1850, desierta como ella sola. “¡Se vende!, ¡Se venden golosinas!”, gritábamos a coro a nuestros compradores cuasi inexistentes. Quién no iba a apiadarse de tres niños, claro. Habrán sido cuatro los clientes, pero ¡qué felicidad! Adiós Titas, adiós Vividents y adiós Sugus. Lo que quedaba era para mamá y papá, pero nada gratis, no. Los viejos debían desembolsar sus monedas también. Y así el banquito naranja quedaba vacío y nuestros corazones llenos. Fue mi primer trabajo. El peor remunerado pero el más hermoso que tuve en mi vida. El que más disfruté y el que más extraño hoy, 20 años después…